El terciopelo

    -He vuelto a tener el mismo sueño.
    -Cuéntemelo.
    -Cuéntemelo – murmura Angeline incapaz de esconder el desprecio provocado por el tono aséptico del psicólogo, su manera de cruzar las piernas, el ruido del lápiz garabateando el cuaderno. – Se lo voy a contar… – dice antes de suspirar y comenzar su descripción. – Camino por el pasillo de un tren mientras acaricio la tapicería de los asientos. Es imposible que lo sepa, pero lo sé. El terciopelo que toco tiene un gusto metálico.
    -Una sinestesia.

 

Angeline resopla enfadada por la interrupción, por la corrección, por el volumen de la otra voz, por su tonalidad, el timbre y la textura insólita de la distancia entre las dos palabras del médico y lo que provocan en ella.

    -Los vagones no tienen ventanas. Compartimento tras compartimento comienza a invadirme la sensación de estar en el pasillo de una línea de metro. Subo las escaleras y giro a la izquierda, luego a la derecha y continúo todo recto durante unos cien metros, aunque no puedo estar segura de la distancia. De pronto, ya no hay carteles ni distribuidores de bebidas, sino una puerta de embarque de un vuelo con destino a…

 

La sala de embarque siempre había estado vacía pero al acordarse del sueño para contárselo al doctor, un hombre delgado le saluda con un gesto muy lento de la mano, al otro lado de un cristal. ¿Realmente puedo ocurrir esto? ¿Alguien puede colarse en los recuerdos de un sueño y modificarlos?

    -La sensación de que un tren puede albergar un universo de galerías subterráneas se volvía al mismo tiempo absurda y embriagadora. Cierro la puerta detrás de mí y estoy en un cuarto de baño de azulejos grises. Un ruido de pizarra rechinando explota en mis oídos cuando la enorme bestia de cuclillas clava sus uñas en la pared interior de la bañera. La bestia está en la bañera y yo me he encerrado con ella en ese baño.
    -¿Y es en ese momento cuando grita?

 

Angeline comienza a experimentar ese tipo de miedo, bien profundo en las tripas a causa de la duda. Miedo de hablar y descubrir que está soñando y quizá el psicólogo le grite como haría la bestia o la atrape con sus manos para hacerle daño. El doctor le plantea de nuevo la misma cuestión.

    -¿Puede describirme a la bestia?

 

Ella se debate entre el vértigo y la nausea. Duda entre mentir o no al médico y se clava las uñas en las palmas de sus manos para asegurarse de que no está naufragando en una pesadilla. Ella se encuentra en la bañera llena de agua, sumergida, con unas garras alrededor del cuello. Intentando deshacerse de los brazos escamosos del monstruo frota las encías de la criatura. Ella no siente el contacto húmedo que esperaba sino el del terciopelo de los asientos del tren. Se sobrasalta cuando el psicólogo pronuncia la frase que le hace salir del trance.

    -Cuénteme de nuevo por qué aceptó viajar en el InterCity Nantes-Nueva York.

 

***

    -81 millones– respondió Maurice a una pregunta de Edouard, un cuarentón de  origen francés que comía en frente de él. Se acercó el tenedor de plata a la boca y comenzó a masticar al mismo tiempo que hizo con la cabeza un gesto dirigido a la escultura de un metro de altura, en acero inoxidable, instalada en el centro mismo del vagón de tren.
    -Un conejo de 81 millones – protestó Edouard mientras doblaba una servilleta bordada con sus iniciales. La pasó con forzada elegancia por sus labios y comenzó a hablar de manera agitada sin parar de señalar con el dedo al conejo. En su época fue la escultura más cara de un artista vivo, sacada a subasta por Cristies en Nueva York. En el InterCity era sólo una obra más de una colección de un centenar de cuadros y estatuas, de primeras ediciones de clásicos literarios y vinilos y fragmentos bien conservados de película cinematográfica. La importancia de todas esas obras maestras quedaba eclipsada por el valor y la relevancia del arte de moda : la comida degustada por los pasajeros del tren.– El concepto mismo terminó por derrumbarse cuando la mentira del arte no pudo mantenerse de pie; sobre todo a causa de extravagancias como latas llenas de excrementos, lienzos blancos con un punto negro en el medio, dibujos infantiles sobrevalorados, rotondas decoradas con arte conceptual de mierda… o conejos de 81 millones en acero inoxidable.

 

Edouard asintió cuando Benoît le propuso un poco de salsa de oro con virutas de piel de zebra. A parte de la instalación eléctrica del InterCity, y en el entrante de la cena, el oro era imposible de encontrar sobre la Tierra. Angeline lo sabía porque Benoît se lo había dicho; Benoît lo sabía porque había oído hablar a Edouard que lo había escuchado directamente del hombre al que llamaban «El Arquitecto», accionista principal del InterCity, el tren de lujo que conectaba Europa y América; el Nuevo Mundo y el Antiguo. Todo un homenaje a los logros técnicos, tecnológicos y artísticos del ser humano. Toda una lista de desafíos a la gravedad, la lógica y la naturaleza; y a la cabeza de todos esos éxitos, el Hombre. Si algún día el proyecto había tenido una faceta humanista, ésta había sido claramente olvidada.

    -El oro – recordó Benoît – dejó de ser “el oro» cuando un pedazo de carne comenzó a ser más difícil de conseguir que los metales nobles.

 

Angeline lo observó con desprecio y Benoît reaccionó con un regocijo mal disimulado.

    -Seamos claros. El arte, las joyas, los títulos nobiliarios… tienen, o tenían, una sola función. Crear una distancia simbólica entre los ricos y los pobres.
    -Un conejo de 81 millones– insistió Edouard justo antes de tragar unos trozos de pequeñas bestias irreconocibles esparcidas por su plato.

 

Angeline creía conocer el origen de esa carne y el animal al que había pertenecido. Dejó los cubiertos sobre la mesa y atravesó varios vagones hacia la locomotora. No podía soportar más de esos comentarios supuestamente eruditos sobre la naturaleza del arte y cómo «El Arquitecto» había llenado el tren con las más célebres obras maestras de la historia de la humanidad. El InterCity era el único lugar para protegerlas del calor extremo bajo la atmósfera, de la desaparición en cadena de todos los museos del mundo y del odio del pueblo hambriento. ¡El pueblo! ¿Se escribía con P mayúscula, el Pueblo, o no? ¡Vaya chorrada!

Se sentó para contemplar el vacío oscuro del océano a través del techo panorámico transparente, impidiéndose caer en el cliché de la pequeñez de los hombres frente a la inmensidad de la naturaleza. Estaban quizá a mitad de trayecto, si eso quería decir algo en ese delirio hacia la Libertad a más de 200 metros bajo el agua. Al fondo del pasillo, una estatua de Julio Verne cuando era niño parecía observar a Angeline.

    -Siempre me encantaron las aventuras de Julio Verne – dijo alguien que había permanecido silencioso e invisible al lado de la imagen que, durante años, había estado instalada en la ciudad de Nantes – y es por eso que construí este… vehículo. El coste ha sido enorme, se lo garantizo.

 

Angeline miró fijamente a los ojos del hombre – ¿del hombre? – con una mezcla de sorpresa, excitación y terror. Nunca había visto nada parecido, tanta sed y tanta hambre en una mirada. Le hacía pensar a algo próximo al silencio del océano y al vacío del espacio exterior pero él, él parecía de todos modos ser un hombre.

    -En efecto – dijo «El Arquitecto» como si pudiera escuchar los pensamientos más íntimos de Angeline – podría abrasar la Tierra, devorar vuestras almas y conquistar cada centímetro de los océanos y no sería suficiente.

 

La presión de su mirada era tan intensa como dos manos alrededor de la garganta.

***

Cuando Angeline regresó, Edouard, Benoît y Maurice habían terminado la ensalada de delfín. Los platos se amontonaban en otra mesa al fondo del vagón junto a los cuernos de rinoceronte. “El horno todavía está caliente”, dijo una voz grave y amortiguada al otro lado de un megáfono. El trantran furioso de la máquina y el mensaje sonoro anunciaban que el viaje estaba lejos de su fin. Benoît llamó al camarero para pedirle algo de beber. Un hombre delgado de pelos canos les sirvió en sus copas de diamante a cada uno de los invitados. Angeline olió la bebida y pensó inmediatamente en los asientos del tren.

    -Ahhh. La desesperación, la ambición, la pérdida, la ruina. No quedan cosechas como la de 1929 – Edouard tomó un sorbo.
    -1944, quizá. El heroísmo y el sacrificio dejan un gusto incomparable en el paladar. ¿Les quedo algo de 1944? – pidió Benoît al camarero, que asintió – nada más apropiado cuando uno se acerca a América-

 

Benoît colocó una de sus manos sobre la mesa y un empleado del InterCity llegó en ese instante para hacerle un torniquete a la altura del codo.

    -Está bien así – dijo el pasajero.
    -¿De verdad vale la pena? – preguntó Angeline.

 

Benoît no respondió. Sonrió y le invitó a beber de su vaso. 1944. Angeline dudó durante un segundo. Luego probó el verdadero precio de La Libertad.

***

Tres horas más tarde la sangre bañaba el suelo y los muros del vagón restaurante. Benoît yacía sobre la mesa con la cabeza ahogada en una sopa de coral, con las dos manos cortadas. Más platos aún se apilaban en otro rincón de la sala.

Edouard y Maurice se miraban. Ya no se molestaban en limpiar la sangre que resbalaba por las comisuras de la boca. Al principio, Angeline había observado todo aquello con repugnancia pero había terminado por acostumbrarse. Los dos hombres siguieron observándose con una expresión difícil de descifrar durante un periodo de tiempo casi interminable.

    -2001 – replicó Maurice, seguramente en respuesta a una pregunta lejana.

 

Al pequeño silencio que podría cortarse con cuchillo le siguió un aplauso de Edouard.

    -Excelente elección.

 

Se giró hacia el camarero y sin necesidad de decir nada éste se alejó para recuperar una botella de la añada que había solicitado Maurice. Angeline le vio partir y dudo en seguirle pero no se movió. Después de todo, se dijo, había rincones a los que era mejor no asomarse si se quería seguir viviendo tranquilo.

    -¿Por qué Nantes-New York? – preguntó uno de los hombres y el otro levantó los hombros. Los dos rieron a carcajadas, orgullos de su ignorancia.
    -Creo que es por Julio Verne y la Estatua de la Libertad.

 

Los dos miraron a la mujer que acababa de responder, como si no tuviera derecho a tener una opinión sobre lo que fuera.

    -¿Qué? – chillo uno de los hombres, o los dos.
    -Nada. Es igual.
    -¿Puede describir a la bestia? – volvió a preguntar el psicólogo y ella paró de soñar o de recordar.
    -Tenía esa mirada disciplinada pero impaciente, ávida. Su piel era suave como el terciopelo. Pude sentirla cuando vino a devorar a los otros pasajeros.

 

Ella se tomó un tiempo para recuperar la voz después de un gran esfuerzo para tragar un poco de saliva.

    -Usted como psicólogo podrá seguramente encontrar una razón para explicar por qué la alimenté durante años y años, una razón que me justifique.
    -No le veo el interés, pero sí, podría encontrarla si eso le alivia.
    -No podía creerlo. No podía creer que hubiéramos ido tan lejos.
    -Yo le he preguntado varias veces lo mismo y nunca me ha respondido.
    -¿Perdón?
    -Si usted sabía lo que iba encontrar allí dentro, ¿por qué aceptó viajar en el InterCity Nantes-New York ?
    -¿Sabe? Yo creo que en lo más profundo de mí misma, muy en el fondo, yo también…

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