Otluda

Karl pasó sonriendo bajo la pancarta que anunciaba su llegada a Otluda. Sus pertenencias en un hatillo echado al hombro subrayaban la actitud entusiasta de su viaje iniciático. Su equipaje consistía en una muda de ropa limpia, unos libros, un bocadillo envuelto en papel de aluminio y unas cuantas verdades inatacables, certezas, convenciones, sueños… Desdobló una cuartilla y leyó la dirección anotada en ella. Había seguido al pie de la letra las indicaciones de la señora de la estación de servicio justo antes de llegar a Otluda. Por eso no entendía que las placas con los nombres de las calles no coincidieran con lo que se suponía que debía tener delante. Un hombre trajeado, sonriente, distinguido, le adelantó por la acera.

    – Perdone – dijo Karl para retener su atención.
    – Voy con prisa – le respondió el hombre que, pese a todo, apoyó su maletín en el suelo y se quitó el sombrero con un gesto tan natural como el parpadeo de sus ojos a causa del sol que le golpeaba la mirada.
    – Estoy buscando esta dirección.

 

El desconocido elegante le preguntó con la mirada y un gesto de su mano si podía tomar el papel. Lo leyó y le dio la vuelta, contrariado. Se tapó los ojos con la mano haciendo de sombrilla.

    – Está en la otra punta – concluyó. – Tienes que ir hacia allí – se detuvo de nuevo para mirar al cielo – y seguir todo recto hasta casi salirte del pueblo.
    – ¿De la ciudad quiere decir?

 

El hombre rió como si le hubieran contado un chiste y volvió a distraerse mirando hacia arriba. Al principio pensó que se trataba de un empresario o un abogado, pero su maletín lucía más bien como una caja de herramientas manchada de pintura blanca y seca.

    – No sé qué o quién te ha conducido hasta aquí, pero Otluda… Otluda es un pueblo de mierda. Date prisa que se va a poner a llover de geiser.
    – ¿De geiser?
    – Sí, y bien fuerte.
    – ¿De punta?
    – No, no, de geiser – y el hombre, le hizo un enérgico corte de mangas para despedirse.
    – Gracias – le devolvió Karl con timidez.
    – ¡Que te den por culo! – añadió el tipo con entusiasmo mientras se colocaba el sombrero, con una sonrisa Sinatra.

 

Karl esperaba que, pese a las extravagancias, esta vez las indicaciones fueran fiables. Cruzó la ciudad de punta a punta disfrutando con júbilo reposado de las vistas urbanas de lo que iba a ser su futuro. La gente por la calle se aceleró para entrar en los domicilios, bares y establecimientos de una poblada calle mayor, vacía en un suspiro. Un segundo antes de que ocurriera, Karl sintió cómo se le enfriaban los pies y recordó el agradable rostro del hombre elegante y sus palabras. “De geiser”. El chorro de agua le levantó los pies del suelo y le arrojó sobre la calzada. Las punzadas de agua siguieron alzándose como salidas del asfalto, mojándole la cara, empapando sus pantalones, la cazadora, el pelo, el hatillo, los ojos, arrancándole de entre los dedos el papel con la dirección de su alojamiento. Karl empezó a reírse, mientras el agua que brotaba del suelo le golpeaba los omoplatos como los chorros de una bañera de hidromasaje. Las hileras de agua ascendían verticales y en harmonía hasta terminar alojándose en las nubes que se formaban en el cielo sobre su cabeza, oscureciendo la calle y cubriendo el sol que había atraído la atención del señor elegante.

**

Karl entregó su currículum al hombre de la oficina de Recursos Humanos. El tipo tenía un aspecto horrible, una barba mal cuidada, una camisa sucia y un cigarrillo entre las manos. Tomó un bolígrafo. Intentó hacer unas anotaciones sobre el papel, pero lo único que hacía era rayar. No escribía. Lo frotó contra la suela de sus zapatos negros, más bien grises, polvorientos, viejos, y empezó a tachar una tras otra las líneas correspondientes a su formación académica, sus prácticas, escasas pero notables, y sus intereses personales.

    – Cadena 4. Montaje. Mañana a las 22h00. Llega tarde entre 5 y 10 minutos
    – ¿Montaje de qué?
    – Cadena 4. A las 22h00. Evita ser puntual, etcétera. Siguiente.

 

El de recursos humanos sujetó su cigarro con un extremo de la boca y sacó de uno de los cajones de su escritorio un plástico que cubría varias prendas de ropa de tono oscuro.

    – Talla L – dijo manoseando el plástico que envolvía un traje, chaqueta, pantalón y cinto negros; camisa blanca – No me quedan sombreros. Siguiente.

 

La cadena 4 de montaje tenía una sola ocupación que hacía de su nombre una paradoja. Las carrocerías de los coches llegaban delante de cada obrero con las puertas laterales bien instaladas y ellos las extraían del conjunto, las apoyaban con gran esfuerzo sobre una cinta transportadora que las hacía desaparecer por unos enormes conductos de la pared de la nave sobre los que podía leerse unos enormes 5 pintados con caracteres rojos, bien redonditos. Karl le había planteado varias preguntas al hombre que le había… ¿cómo decirlo? … que le había formado en las operaciones a realizar para comprender el sentido de su trabajo. Éste le dado la explicación que Karl temía escuchar. La cadena 5 instalaba las puertas en los coches.

    – Es un poco absurdo, ¿no?
    – ¿El qué?
    – Montarlas para desmontarlas y volver a montarlas. Se pierde un tiempo enorme.

 

El desformador, era el cargo escrito en la identificación de su mono azul, le había mirado con inquietud, con la expresión apenada de quien mira a un ignorante o peor, a un deficiente.

    – Si la cadena de montaje 4 no realizaría esta operación no tendrías trabajo.
    – Ya, pero es absurdo. Y se dice realizara.
    – Mira, idiota – replicó tras comprender el comentario -, la ortografía está bien si no tendría tanto trabajo – dijo antes de ir hasta una silla apoyada en la pared a unos metros.

 

Se sentó ahí, durante el resto del turno, para hojear las páginas de un diario.

    – Detente ahí – le aconsejó su compañero de puesto en la cadena. – No eres el primero que se ha dado cuenta de la maravilla de trabajo que tenemos. Tú hazlo y cállate.
    – Pero es absurdo – dijo Karl, cuando comprendió que el otro no hablaba con ironía.
    – ¿Tú te piensas que no lo saben? No él – añadió apuntado al desformador con el mentón – los responsables de verdad ¿Crees que no saben que es una genialidad?
    – ¿Y por qué no lo cambian?
    – ¿Y por qué no lo cambian? – repitió agitando la cabeza. – Por algo será, que no lo cambian.

 

Karl no escuchó el consejo y a la salida de su turno depositó varias cuartillas redactadas en el buzón de sugerencias. Se quitó su traje y lo echó al gran contenedor de ropa sucia instalado junto a la puerta de salida de la fábrica. Los coches no paraban de llegar circulando, ya montados, a la cadena de montaje número 0.

**

El subdirector adjunto del buzón de sugerencias comenzó su jornada con una sensación desconocida, entre la emoción y el pánico. En el buzón, el buzón de sugerencias, había una… una sugerencia. Manipuló el papel como un entomólogo. Era entomólogo, o lo había sido, y eso explicaba los gestos, la posiciones de las manos, de los ojos o del cerebro. Incapaz de reaccionar, de establecer una conclusión para el texto de Karl, decidió remitir las cuartillas al consejo de Dirección. El presidente de la empresa lo reenvió por correo lento al gabinete de externalización de la Alcaldía. Ordenó remitirlo, para ser más precisos, y luego se puso a mirar por la ventana de su despacho. Así vio al alcalde asomado a su ciudad.

    – ¡Miller! – gritó el presidente. – Te he enviado un mensaje por correo lento. Lo vas a recibir a finales de semana. Es un tanto alarmante.

 

Miller lo observó ausente. Era su mirada normal. Despreocupada y lejana. Bovina. Apropiada a su atuendo de granjero y su sombrero de paja.

    – Keller está de vacaciones. O de baja. No sé. Es él quien se ocupa del correo.
    – ¿Cuándo cuentas leerlo?
    – El mes que viene imagino.
    – ¡Lamentable! Siempre tan inútil.

 

El presidente cerró la ventana. Se le escapó una sonrisita cuando se giraba hacia el escritorio.

    – Me encanta este tío – dijo retirando el polvo que se le había adherido al mono de trabajo, después de haberse apoyado en la cornisa.

**

Una luz roja, acompañada del estruendo de una alarma, detuvo la cadena de montaje 4. El desformador se levantó de la silla con lentitud. El cuerpo del empleado se desplazó en una caminata eterna hacia el puesto de teléfono al lado de la alarma. Su boca se desencajó en un bostezo de la jungla, inaudible por el ruido agudo y repetitivo que emanaba de un altavoz. Sus pies se arrastraban levantado el polvo del suelo. Las partículas tuvieron tiempo de caer antes de un nuevo bostezó al descolgar. Escuchó. Esperó. Asintió. Colgó. Abrió la boca para chillar algo y chilló algo. Todos le miraban, pero nadie le oyó por culpa de la alarma estridente. Golpeó un botón rojo y redondo con la palma de la mano. El ruido se detuvo y gritó de nuevo.

    – ¡Karl, a Presidencia! – Se le habría oído perfectamente si hubiera hablado a un volumen normal, pero volvió a chillar el mismo aviso. Los cascos de protección le colas del mono. – ¡No sé qué habrás hecho, pero te lo tengo dicho! ¡Tu problema es que eres demasiado responsable!

 

Los jefazos lo esperaban dentro de la sala de juntas, sentados en pequeños pupitres de madera. El presidente en persona le pidió que se sentara en el escritorio macizo y enorme situado frente a ellos. A Karl no le pasó desapercibida la presencia de una silueta delgada, traje, chaleco y corbata, apoyada con las piernas ligeramente cruzadas junto a la puerta de entrada. Karl se permitió un vistazo a su propia ropa, buscando semejanzas y diferencias.

    – Me imagino que sabe por qué le hemos convocado – comenzó el directivo de rango más bajo, indicado en la solapa de su atuendo de trabajo.
    – Ya le dije al desformador que la puerta se me escapó de las manos. Lamento mucho que le cayera en el pie de otro compañero. Lo lamento de veras.
    – Hablaremos de su prima de inutilidad en otro momento. Está aquí por las sugerencias.
    – ¿Qué sugerencia? – preguntó Karl en voz alta haciendo memoria. Se diría que había olvidado las cuartillas enviadas el pasado mes de enero.
    – Su propuesta de eliminar las operaciones de la cadena de montaje 4 ha retenido nuestra escasa atención.
    – ¿Y? – La expectación de Karl se derrumbó al escuchar la respuesta.
    – Ya hemos comenzado a construir las cadenas de montaje 4B y 4C. Esperamos que le sirva de lección.
    – ¿Y cuál se supone que será la función de las cadenas 4B y 4C?

 

Los miembros de la junta directiva se miraron atónitos y finalmente explotaron en carcajadas.

    – Ay, madre – dijo el presidente mientras se secaba las lágrimas que le escurrían por el rostro, congestionado por la risa, con un trapo blanco que antes colgaba de un bolsillo del mono. Las piernas del conjunto estaban manchadas de aceite de automóvil.

 

Añadió que la sesión había terminado y todos abandonaron la sala. Todos menos la figura solitaria y bien vestida erguida al fondo de la sala.

    – Vas a acabar entendiendo cómo funciona Otluda o volveré a encerrarte en libertad durante otra semana.

 

La libertad había sido horrible. Unos días en un lugar completamente normal y al final, el regreso a Otluda de manera indefinida. En cada ocasión Karl había dudado si podría soportar aquello una vez más. Y sin embargo, se revolvió obstinado.

    – Mañana lo volveré a intentar. Haremos huelga en la cadena 4, convenceré a los de la cadena 5 de que la hagan también. No desmontaremos nada y ellos tampoco. Nos pondríamos de acuerdo con los de la cadena 6 para que se detendrían y…

 

Paró de hablar. Fue la sonrisa de aquel trozo de carne sostenido por un traje lo que le hizo comprender el juego siniestro en el que había entrado. El desconocido se dio la vuelta.

    – Tenga usted un buen día – se despidió.
    – Vete a tomar por culo – respondió Karl, mecánicamente.

 

Karl no pudo ver la sonrisa de la sombra siniestra que abandonaba la sala, que se detuvo en el pasillo, que extrajo una libreta de cuero del bolsillo interior de la chaqueta. Con un trazo ligero, añadió un palito a un pequeño ejército de palitos idénticos que se sucedían página tras página. Devolvió la libreta a su lugar, compartiendo espacio con unas cuartillas de papel amarillentas que, seguramente algún día, habían sido blancas.

Karl dejó la sala de juntas, fue hasta los vestuarios y se deshizo de su traje. Lo lanzó al cubo de la ropa sucia, se cambió de ropa, tomó su hatillo y salió a la calle. Mientras avanzaba, de regreso al final de un día menos de su vida, sus sueños, las convenciones, sus certezas y verdades inatacables se iban deslizando hasta caer al asfalto de Otluda, por un agujerito en las costuras de la tela.

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