el anacronista
Las secciones Picoteo y El Anacronista se funden en un nuevo rincón público, poblado por lo que me viene a la mente de improviso, las ideas causadas por la actualidad o como consecuencia de libros, películas o discos que descubro, sin solución de continuidad y al margen del espacio-tiempo.
Reinas de colores y mucha mucha envidia
TOURS. 6-3-2024. Padre, he pecado. Mi pecado es la envidia, y la incoherencia ni le cuento. Siempre he reprochado al español, el español así, en general, de no alegrarse del éxito de sus compatriotas y sus prójimos. Basta que un español triunfe, saque la cabeza, le vaya razonablemente bien, para que un círculo de envidiosos se manifieste en murmullos de reprobación, le busque motivos ilegítimos a la alegría de aquél. A falta de éxitos propios que celebrar, aguardan el descalabro del vecino con el champán en el frigo. ¿Que de qué hablo? Reina Roja de Juan Gómez Jurado lo está petando, en papel y en la tele, pero mi historia de envidia comenzó con El Paciente.
Curioso del éxito editorial de mi compatriota, me puse a leerlo. En seguida me di cuenta de que a este autor no se le lee, se le ve. Él quien de verdad querría ser (narrativamente hablando) es Rodrigo Cortés (¡y qué coño, yo también!). Su literatura es visual, su discusión es oral. La propuesta de El Paciente me enganchó, su lectura me motivó y finalmente. Finalmente no entendí, el error debió ser mío, qué había de tan enorme o de tan remarcable. Una sensación de ya leído, de ya visto, de sinopsis de Thriller del Círculo de Lectores me rondaba la cabeza. Volví a la carga, me lancé metafóricamente sobre la Reina Roja, para intentar entender, me lo leí. Y ahí seguía. ¿Quién le puede reprochar a este autor la fabulosa documentación de sus textos, la visualización de ciertas escenas realmente bien descritas? A veces uno no lee a Gómez Jurado, le da al play. Pero seguí sin comprender el alboroto. Como si hubiera algo que comprender. Igual yo me creí capaz de hacerlo mejor, como otras veces me creí más solvente o más original que otros tantos. La complicidad de la pareja de Reina Roja no me la creí; las singularidades de la protagonista no me dijeron nada.
Me he puesto a ver la serie, con un complejo de culpabilidad que me come los pies, por no alegrarme de que a este tío le vaya bien. ¡La envidia, padre, la envidia! ¡Cómo puedo estar tan tonto! En fin. Al margen de la presencia de Hovik Keuchkerian, quien me parece un actor muy bien escogido para el rol de tan particular policía, le encuentro a la serie cualidades y flaquezas idénticas al libro. Le pregunté a un amigo, al que le encanta el libro, le hablé de las referencias metidas con calzador, de las citaciones y alusiones a otras obras de ficción. ¡Metidas con calzador para mí! ¡Lo que le encantaba a mi amigo era reconocerse en ellas, le bastaba con que el autor las nombrara para sentirse del mismo club! Ese argumento no me parecía suficiente para atribuirle tal éxito y seguí sin comprender, padre, sin comprender nada.
Porque carajo, no hay nada que comprender. ¿Que esto ya lo he dicho, padre? ¡Pues se lo vuelvo a decir! ¿Qué narices hay que entender en el éxito y las tendencias? En una situación como ésta quedan dos opciones razonables: uno, coger tu ordenador o un lapicero y ponerse uno a hacerlo mejor, o más vendible, y dos, alegrarse por el compatriota. Y aquí ando, haciendo terapia. La Reina Roja de Prime igual ni me la acabo, pero que le quiten lo bailado. A fin de cuentas, La Casa de Papel o su Reina de colores no son mejores ni peores que otros productos venidos de allí o allá y que saltan en pedazos la taquilla. Entono mea culpa, Juan Gómez Jurado no es mi autor, pero le tengo envidia. Envidia, no me busco excusas. Y creo que voy a mandarle este artículo como parte de la penitencia y de la terapia, por no alegrarme inmediatamente por él, y para felicitarle. Qué le vamos a hacer, a seguir a lo nuestro.
¿Qué dice padre? Ah, que a usted si le está gustando… Pues estamos buenos.
Agua, cerveza y tabaco
TOURS. 23-6-2023. En tanto que escritor, uno sueña con crear uno de esos personajes inolvidables con los que nos cruzamos frecuentemente en las novelas, las películas y las series de los demás. La fórmula con los componentes exactos de carisma y extravagancia no está en internet. Te pasas un poco de bizarría y te queda un fantoche, te quedas corto y es el vecino de en frente al que dices “hola” y “hoy hace calor” y ahí se acaba la emoción. Uno puede enamorarse de esos personajes, pero yo estoy convencido de que en la vida real es mejor tenerlos lejos o haber cultivado una gran humanidad para soportarlos.
Hoy me he cruzado con uno de esos originales. Sacar a los perros es una tarea cotidiana que te permite diariamente incrementar tu lista de amigos, enemigos y compromisos. Es así como conocí a Max y a su dueño. El nombre del dueño no me le sé. Max es un bulldog que tiene las patas de atrás paralizadas y se mueve con un carrito con ruedas que le ha fabricado este señor anónimo cuya nariz hinchada y sus rasgos me recuerdan a Fofito. A eso de las 9h30 está en el parque de al lado de mi casa, todos los días. Si no tengo ganas de que me den la paliza, no paso por el parque, pero a veces se me olvida que está ahí y me engancha un buen cuarto de hora a contarme cosas que no me interesan y a preguntarme veinte veces lo mismo. Pero éste no es el original del que os quiero hablar hoy.
Las alas de pollo
TOURS. 18-6-2023. Al calentarse el aceite y comenzar a crepitar en la olla, tuve la certeza inmediata de tener dentro de mí el espíritu de mi madre. Hay que entenderme, ella no tiene el poder de instalarse en el cuerpo de otra persona, no era exactamente su propio espíritu, su alma no abandonó su cuerpo para ocupar el mío, ni se celebró en mi cocina un sortilegio de realismo mágico. Cuando digo que estaba dentro de mí me refiero a que la sentía en una zona inconcreta de mi interior, de mi pensamiento, ella se volvió una presencia. No me habría extrañado que rasgos de su rostro se hubieran imprimido con más fuerza, temporalmente, en el mío, mientras una especie de jovialidad encorvaba las líneas de mis labios con una sonrisa de satisfacción que sólo puede deberse al recuerdo de momentos felices de mi infancia.
Conforme la piel y la superficie de la carne de las alas de pollo se iba dorando, un olor magnífico surgía de la cacerola, despertando con mayor brío la memoria olfativa que me transportaba a mi niñez, a mi adolescencia, a mis primeros años de madurez, en resumen a un lugar donde la vida era fácil, la comida estaba lista cuando uno llegaba a casa, y la mayor parte de los problemas quedaban resueltos sin mayor engorro que escuchar la solución.
Yo revolví las alas para que se doraran por el otro lado, no mi madre, yo, decidiendo por mi propia voluntad el momento adecuado de que las alas dieran la voltereta para tostarse por el otro lado, lo que no impedía la alucinación de escuchar a mi madre susurrando consejitos, sugerencias, fisgando la olla, imaginariamente, por encima de mi hombro.
Sugerencias del chef
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