Toque de queda

Necesitaba más gasolina. Llenó el depósito y condujo hacia el parking del supermercado. Frenó bruscamente a la salida de la gasolinera, junto a una señal de Stop. Los ojos pequeños y vidriosos del anciano distinguían difícilmente incluso las formas cercanas, difusas como sombras, incluso con gafas. Esperó a que dejaran de pasar bultos y siguió circulando despacio, con los brazos plegados y la cabeza bien pegada al volante. Aparcó y al ponerse la mascarilla quirúrgica sobre la boca inundó su nariz el olor a combustible de sus dedos.

El supermercado era la puerta de acceso a un mundo de ruido y multitudes. Vagabundeaba perdido entre pasillos que le eran ajenos, casi arrastrando los pies metidos en un calzado mitad zapato mitad deportivas de color negro. Su abrigo marrón parecía un poco grande para su talla. Iba y venía sobre sus pasos igual que un niño desorientado en el barullo de una fiesta patronal. Encontraba un producto, lo cogía y lo miraba. Pronto se dio cuenta de que no podía sostener los paquetes y tachar las compras de la lista al mismo tiempo. Regresó a la entrada, cogió una cesta con ruedas, depositó un kilo de arroz dentro y sacó un papel y un lapicero de uno de los bolsos de su abrigo. Rayó sobre una tachadura ya hecha en una antigua lista de la compra. La letra sobre el papel era elegante, redondeada, femenina. Volvía a sacar y a guardar sus utensilios cada vez que superaba una nueva fase de su búsqueda, mientras comprobaba con espanto la manera en que la gente interpelaba a los reponedores tomándolos del brazo; que los clientes toqueteaban los productos y los volvían a dejar en las estanterías; que los charcuteros llevaban la máscara a medio poner, respirando sobre la carne. Al final de la compra la cajera pasó uno tras otro los productos por el código de barras. Bip. Bip. Bip.

    -¿No lo va a meter en bolsas?

La dependienta le lanzó una mirada tierna al viejecito.

    -Señor. ¿Hace cuánto que no viene a comprar?
    -¿Me puede dar un par de bolsas de plástico para meter todo esto?
    -Eso ya no se lleva – le explicó con un exagerado tono paternalista al tiempo que cogía dos bolsas de tela. Rayó el código de barras con energía y un bolígrafo y las lanzó encima de los paquetes de pasta. Él sacudió una de las bolsas y comenzó a meter dentro un paquete de huevos, un par de botellas agua de dos litros y otras cosas más.
    -Antes lo metíais vosotras en las bolsas – insistió, con tono de protesta.
    -Pero esa era antes – respondió ella, con un comienzo de enojo.

Él aparcó cerca de casa y sacó la compra del maletero, salvo la bolsa más pesada, que se quedó dentro del coche. Entró en el portal después de leer el anuncio de la muerte de un vecino, un recorte de periódico pegado con celofán al cristal de la puerta, y ascendió por la rampa con pasos delicados. Se cansó de esperar a que el botón para llamar al ascensor cambiara de color, levantó el peso de la bolsa que había apoyado en el suelo y subió por las escaleras. Una esquela igual que la del portal podía leerse pegada a la puerta de uno de los apartamentos del tercero. Releyó el nombre y la edad del chaval. Al hijo de la vecina no lo había matado el virus. Lo habían apuñalado, decía la prensa. En el interior de la vivienda se oía ruido de gente. Siguió subiendo peldaños, hasta el quinto, y entró casa.

    -¡Mari!¡No quedan yogures de los tuyos!

No hubo terminado la frase y la ausencia ya se había apoderado de la casa como una corriente que se colara por una ventana abierta. Dejó la bolsa sobre la encimera y se hizo una tortilla con lentitud y torpeza metódicas. Se la comió en menos tiempo del que la hizo, la mirada perdida contra el estrecho patio de luces al que daba la ventana de la cocina. Luego bajó al coche. El humor no estaba para intercambios virtuales y escribió “Se vende” y un número de teléfono fijo sobre un cartón, con un rotulador negro de trazo grueso. En la tele, en las noticias, un joven hablaba de sacrificios y el presidente de un país decía que era difícil tener 20 años en 2020.

    -Psshhh – protestó él.

Para salvar la moral de España y Europa, pensó, la dictadura había sacrificado su libertad; para no morir de hambre, él mismo sacrificó su infancia; para criar a sus hijos sacrificó su independencia y para salvar la economía del país, el Estado le acható la pensión por los polos. Cogió el primer volumen de El conde de Montecristo de debajo de la mesa, entre las revistas de su mujer y los periódicos. Encendió la luz de la lámpara y se encajó en su asiento de leer. Miró al sillón vacío frente a él. Ya no le quedaba nada que sacrificar, se dijo sereno, y se puso a leer para esperar la noche.

***

El Leroy Merlín había quedado destrozado, decían las noticias del informativo de por la mañana. Abrasado por completo por un incendio.

    -Les está bien empleado.

Pensó con regocijo en los pobres tipos que ya no podrían satisfacer su ansia furiosa de bricolaje. Los mismos que se habían descubierto una pasión entre confinamiento y toque de queda por pintar en gotelé, poner parqué en el pasillo o instalar una terraza en la vivienda secundaria a la que no tenían derecho a ir, pero iban. Ansiosos de repente como los deportistas ocasionales de abdominales sobre esterilla en el salón o el jardín, o los pedaleadores recientes de bici estática del Decatlón. No eran como aquellos “cracks” de gimnasio que le había mostrado su nieto en el teléfono, haciéndose selfis delante de las máquinas de pesas. Los unos o los otros protestaban en el informativo por el cierre de las salas de deporte, las discotecas y los bares.

    -Ay que ver. Yo me manifesté por la amnistía de presos. Por el fin de ETA, el salario mínimo. El no a la guerra.

En qué se habían quedado esas consignas, protestó. Suponía que en frases lapidarias de Tuiter, el Feisbuk y Tok Tok. Apagó la tele con el mando a distancia y lo dejó en la mesilla al lado de una foto en blanco y negro. Se vistió, se peinó delante de un espejo del baño y cogió una mascarilla del dispensador pegado al lado de las toallas. Se puso su abrigo marrón, recuperó su bastón del paragüero y bajó a la calle.

Compró arroz, pasta y otros alimentos con larga fecha de caducidad. Aún no le había entrado la fiebre del papel higiénico, como le había pasado a otros durante el primer confinamiento. Depositó los productos en la cinta y esperó al extremo de la caja a que la señora le fuera pasando las cosas. Entonces la cajera se rascó la nariz y él comprobó, molesto, que llevaba la mascarilla mal puesta. Sin poner. Era más un babero que una mascarilla. Quería haberle dicho “póngase bien la máscara”. Se hizo el diálogo en la cabeza. Le dio tiempo a repetírselo un par de veces mientras la rabia le iba colorando la cara de rojo.

    -¿Está usted bien, señor?
    -Sí – refunfuñó.

“Aquí. El hijo de la vecina del tercero trabajaba aquí”, pensó. “Quizá es aquí donde había ocurrido”.

Llevó las bolsas hasta el coche, las lanzó en el maletero y condujo hasta la gasolinera del supermercado. Se aproximó al surtidor y se sostuvo, agotado, agarrando la manguera del surtidor con una mano y apoyándose en su bastón con la otra.

    -¡Póngase bien la máscara! ¡Póngase bien la máscara!

Los otros clientes observaban asustados cómo chillaba demente a la nada. Se dio cuenta y paró de hacerlo. Llenó el depósito y regresó a casa.

Subió al apartamento sin la compra, en el ascensor libre. Antes de que se cerrara la puerta, la vecina del tercero, la madre del chico de la esquela, se coló en las estrecheces del ascensor. Era una mujer bonita. Al menos debía ser hermosa detrás de las ojeras y las pupilas llorosas, cuando estaba bien peinada; cuando recuperara el sueño. Ella trató de sonreír e hizo un comentario banal sobre la pandemia.

    -Es para estar hartos  – añadió.

A él, ese plural de complicidad le pareció la gota de más. La cara de la cajera, el genio del bricolaje, el deportista del selfi, el joven de la tele, el hijo muerto de la vecina, se le cruzaron en fila india en el pensamiento. El ascensor es para eso, para las banalidades, las generalidades, para repetir los comentarios del hombre del tiempo, no para discutir con los vecinos ni faltarle al respeto a los muertos. Pero la estrechez del ascensor no dejaba hueco a la hipocresía de los irresponsables ni a las quejas sobre los sacrificios que hacían algunos y de los que se apropiaba esta gente. Gente como la vecina del tercero. La puerta del ascensor se abrió.

    -Adiós – dijo la vecina.
    -¿Harta de qué? Ni tú ni tu hijo habéis respetado nunca nada.

La boca de la vecina se abrió, confusa y ofendida. La puerta del ascensor se cerró antes de que hubiera una respuesta. Él fue hasta el sofá, se sentó sin quitarse el abrigo ni encender ninguna luz, y se quedó dormido.

    -No te jode – dijo entre cabezada y cabezada.

***

El ruido de una explosión cruzó el balcón y el pasillo, y alcanzó la entrada del apartamento. El anciano llegó apresurado de la calle, se precipitó sobre la mesa del salón y se puso las gafas. Salió al balcón, nervioso. La gente se escapaba del incendio de la discoteca. No era una discoteca. Más bien un bar grande al que se llegaba bajando a un sótano por una escalera.

Se agachó y se puso de rodillas con dificultad. Abrió la ventana de la galería que daba a la calle y abrió a su espalda una caja de cartón acostada junto a una pila de cartones de caldo de pollo. Sacó la escopeta y empezó a disparar a los bultos humanos, a los que le parecía que no llevaban máscara. Era como tirar a los ciervos, o más fácil. Tuvo tiempo de abatir a unos cuantos antes de que se dieran cuenta de que les disparaban desde el balcón del quinto.

La policía se hizo esperar. En ese tiempo los clientes del bar le habían insultado de todas las maneras posibles y él les había respondido con unos tiros más que se habían incrustado en la carrocería de los coches que usaban como parapeto. Llegaron varios coches precedidos de ruidos de sirenas. Nunca en años había visto tantos juntos.

    -¡Tire el arma! – ordenó el agente a través del megáfono antes de que un último tiro le pegara justo al lado, en el neumático del coche de la Nacional.

Dejó la escopeta en el suelo de la galería y apoyó la espalda contra la pared del balcón. Enterró la cara en las manos mientras la respiración se le desbocaba.

    -¿Qué cojones estoy haciendo?

Los muertos y los heridos de la calle se iban apilando en su conciencia. Quiso despertar. Su memoria escapó lejos, hasta su desafortunado encuentro de la mañana, frente a la cajera del supermercado.

    -¿Está usted bien, señor?
    -Sí – refunfuñó.

Salió del supermercado. Todo. Todo podría haber sido un mal sueño y nada de esto habría pasado.

    -Es eso – se convenció – nada de esto ha pasado – susurró entre sofocos. – Ha sido un desahogo, para no explotar. Nada. Nada ha pasado.

Volvió a escuchar la misma voz del megáfono. Las luces azules de los coches de Policía asaltaron el balcón como una verbena, haciéndole recordar el Resistiré que se escuchaba todo el puto día, los aplausos y las caceroladas de las ocho de la tarde. ¿Dónde había quedado eso? Se había diluido en las proposiciones frustradas de inmunidad colectiva, en la “distanciación social”, en el “salvar la economía”, en el “ellos ya han vivido su vida”. “Ellos” eran los viejos. Un pronombre como una cosa neutra y distante, una cifra, un recurso que explotar o malgastar. Pero “ellos” era todo cuando “ellos” era “nosotros”, o “yo” o “ella”, o La Mari. La Mari era todo. La Mari no era ese “ellos” insultante que aislaba a los viejos en residencias donde los mayores morían como ratas y no como abuelos. Se levantó apoyándose en la escopeta como si fuera una cachaba y abandonó el balcón encorvado para evitar que lo vieran y no llevarse un balazo. Luego escuchó con un sobresalto, desde el dormitorio, que la Policía llamaba al portero automático de su casa y de todos los demás apartamentos.

***

El portal se abrió con un zumbido electrónico y un chasquido. El equipo de asalto avanzó con un ruido sincronizado de botas y de correas de las que colgaban armas semiautomáticas. Bloquearon el ascensor y subieron acelerados por la escalera. En el tercero se dieron de bruces con un tipo vestido de dinosaurio. El agente le apuntó con su fusil a la cara y el pelele dentro del disfraz levantó los brazos y dejó caer la bolsa de basura. Rodó hasta el descansillo como una pelota. Otro agente apoyó el cañón del arma contra la bolsa para moverla e inspeccionar el contenido. Dentro había manchas de grasa, mondas de naranjas, cáscaras de huevo y otros desperdicios.

    -Vuélvete a casa, gilipollas.

El pelele se había hecho pis encima. Asintió con la cabeza.

Los agentes entraron con un patadón a la puerta. Se vieron en el espejo de la entrada y avanzaron por un pasillo oscuro. La primera puerta era la cocina. Los platos se amontonaban en el fregadero. Imanes de ciudades escalaban por el frigo como salamandras. La otra pared, junto a la encimera, estaba cubierta con un calendario de pollerías Regino. En el baño había un plato de ducha en un rincón, toallas, un dispensador de mascarillas y un botiquín bien surtido. Varias habitaciones vacías parecían haber servido hace tiempo de dormitorios de dos hijos. En el suelo del balcón había un montón de casquillos desparramados por el suelo y una escopeta.

    -¡Sargento! Venga aquí – pidió uno de los agentes desde el dormitorio.

En la mesilla a la izquierda de la cama había una foto de boda en blanco y negro. A la derecha dos abuelitos sonreían delante de una fuente. Igual era Roma.

    -Mire esto.

El asa de la bolsa de plástico colgaba de la boca del fusil.

    -Mierda, mierda, mierda – se dijo el sargento mirando a la bolsa de plástico. La fotografía se un disfraz estaba grapada al cartón del envoltorio. Arrojó la bolsa sobre el colchón de la cama y echó a correr hacia la entrada del piso.

***

Cuando entró en el coche seguía disfrazado de dinosaurio. El anciano apoyó el cartel de “Se vende” contra el asiento del copiloto y se quitó la capucha, casi ahogado. Su cabeza humana surgió del busto de un voluminoso dinosaurio naranja de plástico. Se sacó con urgencia la mitad del disfraz para liberar los brazos. El disfraz se le atascó un poco más abajo de las caderas. Suficiente para evitar a la Policía, pero le forzó a conducir con dificultad, pegando las pezuñas orondas contra los pedales del coche. En su cabeza se amontonaban, como balazos, la euforia grotesca de los disparos, el olor a gasolina y la orgía de insensateces que había visto en la barra del bar, cuando decidió darle una segunda oportunidad a esos majaderos, buscando un justo en Gomorra.

Se acordó de los carteles de aforo limitado dentro del bar. Lucían como chistes en las paredes del tugurio donde un centenar de clientes discutía o cantaba, con o sin mascarillas. El camarero ponía copa tras copa sin lavarse las manos después de servir y recuperar vasos o meter billetes y monedas en la caja registradora. Él apoyó su bastón sobre la barra y retiró con discreción el tapón de una botella de dos litros que había colado bajo el abrigo. Tomó el bastón en una mano y se fue hasta la entrada, regando de gasolina la pista de baile, el suelo del bar y los zapatos de la gente que iba apartando para poder avanzar. El reguero le siguió por los peldaños de la escalera. Había salido de aquel foso y bloqueado los picaportes de las hojas de la puerta de entrada con su bastón, recordaba mientras huía de la ciudad, ignorando por primera vez el toque de queda.

Llegó a un pueblo de madrugada. Aparcó el coche en el camino de un pinar y fue tambaleándose hasta la cabaña que se entrevía de lejos al final del sendero. Nadie se cruzó con el dinosaurio que zigzagueaba lento por el camino de tierra, con un martillo en una mano y una bolsa de tela de un supermercado en la otra. Arrancó el candado de dos golpes y entró a la humedad de un pasillo en tinieblas. Hizo un fuego en la chimenea con unos troncos que encontró a la puerta de la cabaña y lanzó dentro el disfraz de dinosaurio, los pantalones y los calzoncillos donde se había meado del susto. Se puso un mono azul manchado de pintura que había colgado de una percha oxidada y arrimó un sillón polvoriento a la chimenea.

    -Claro que me van a buscar, Mari. Pero van a tardar en encontrarme. No pueden saber que estoy en la casa de Pascual. Nadie se acuerda ya de Pascual.

Pascual había palmado antes que La Mari y de la misma tontería. Sin hijos, nietos, mujer, ni perro ni nadie. El Covid le había arrebatado también las partidas de cartas de la sobremesa, su última trinchera contra la soledad. Nadie vendría a buscarle a la casa de este hombre que ni siquiera era su amigo. No era más que un vecino con el que jugaba a las cartas de vez en cuando. Un desconocido que hablaba siempre de fútbol. De fútbol y de su cabaña en el pueblo, a la que iba los fines de semana a leer y a pintar.

    -Vaya mundo de mierda – acertó a decir entre las toses provocadas por el humo. –  ¡Qué tontería de mundo! – creía decirle a La Mari mientras veía descomponerse el disfraz de dinosaurio, retorciéndose hasta quedar irreconocible en forma de virutas negruzcas.

Se rió con el poco de resuello que le quedaba. No con una risa nerviosa causada por las barbaridades que acaba de cometer. Calmada la adrenalina criminal, a su conciencia ya no le perturbaban ni la inquietud ni la culpa. Era una risa sincera.

    -Las cosas que se le ocurre a la gente, Mari. Un tío sacando la basura vestido de dinosaurio. Me lo enseñó Luisito en el Tok Tok. O en el Feisbuk. Ya no sé.

Tomó una bocanada de aire para acabar su frase.

    -En plena pandemia mundial.

Un silencio podía oírse entre el crepitar de las llamas. El fuego chisporroteaba y él lo atizaba con el extremo de madera de un martillo de Leroy Merlin, para entretenerse.

    -Te tienes que reír. No te queda otra.

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