Ese hombre

Ese hombre

Para verse, el Arquitecto no puede servirse de un espejo sino que mira nuestro mundo a través de la pantalla gigantesca que son los ventanales de su oficina. En este despacho, un cubo transparente de vidrio e indiferencia, la mirada puede dirigirse hacia cualquier punto cardinal y obtener la misma imagen aparentemente idéntica. En este instante, la visión inmediata de su mundo es una sucesión de edificios gigantescos de fachadas tapizadas de pantallas publicitarias vomitando eslóganes y logotipos. Allí abajo, las calles se unen entre sí formando una cuadrícula casi infinita de cruces simétricos que se extiende hasta encontrarse con los horizontes. Únicamente a través del suelo, también transparente, podemos contemplar una realidad distinta. Bajo los pies del Arquitecto, una sucesión vertiginosa de pisos nos aporta una vaga idea del camino que él ha recorrido para llegar hasta donde está.

Amaga una frase para emitir un juicio sobre el mundo del futuro que habíamos creado, satisfecho o avergonzado de la rapidez con la que se había vuelto antiguo, pero al recordar que estaba solo decide conservar su frase para más tarde.

Al descruzar los brazos y mover sus piernas se quiebra su posición firme, decidida, estable, digna de un libro de autoayuda y liderazgo. Esto ha generado un impecable ruido de fricción de la tela de su traje que dio lugar a un desplazamiento rectilíneo y elegante hasta su sillón de cuero. Se sienta, y esto edifica a su vez una posición aún más majestuosa, frente a un escritorio de madera barnizada, macizo, pesado como los siglos de un imperio. La primera imagen que me viene a la mente para describir al Arquitecto detrás de su escritorio, enrocado, acorralado y triunfal en su trono civil, es la de un ave rapaz, blanca impoluta, apresando con sus garras la cima del mundo.

Una de sus garras, su mano izquierda, se mueve lentamente, mientras su dedo índice se levanta con harmonía como el de alguien distinguido solicitando con discreción la atención de un camarero; como si estuviera pujando por un cuadro extravagantemente caro. El gesto surte efecto y el sonido de un ascensor, tan trasparente como los muros del despacho, llega hasta esta planta del edificio cargando con dos personas; una secretaria (imagine usted mismo la secretaria que merece alguien como el Arquitecto masculino singular) y un aprendiz (imagínese a usted mismo).

Sin necesidad de pronunciar una palabra, con la punta de su uña, la secretaria golpea la pantalla de una tableta digital y regresa al interior del ascensor adosado a una esquina de la habitación transparente. El molesto toquecito de la uña se repite y el ascensor comienza a descender. El aprendiz permanece de pie sin moverse, apenas respira, esperando una autorización para romper el silencio. El silencio no dura lo mismo para todas las clases de seres humanos. Sus segundos no tienen el mismo precio.

El Arquitecto decide levantarse. El eco de sus pasos nos revela el precio de sus zapatos, la marca de su coche, su destino de vacaciones. Cuando ese hombre mira al aprendiz, éste siente una complicidad inmediata y sincera que le impide descifrar la paradoja de sentirse a cuatro decenas de kilómetros del Arquitecto, en horizontal y en vertical.

El Arquitecto podría haber sonreído al constatar que en algún momento de su vida, él mismo había sido ese chico. No uno como él, sino el mismo, el mismo tipo de producto, fabricado por la misma sociedad con las mismas intenciones. Pero no sonrió. Su constatación fría era poco menos que un prólogo a su siguiente pensamiento, ni siquiera un recuerdo. El inicio de su pesadilla había comenzado con un feto deslizando su dedito sonrosado de abajo arriba, repetidamente, contra los húmedos píxeles de su placenta.

“Existe pero no ha nacido. Existe pero no ha nacido”, repite, acosado por resolver, entre entusiasta y obsesionado, una ecuación. Una eyaculación exitosa, un pistoletazo de salida más de la selección natural, un milagro reducido a la categoría de proceso ejecutado por células de un equipo con una única misión. Su idea continúa con la madre anfitriona que comienza a alimentar al huésped con su sangre, su propia nutrición, sus fobias, sus sueños, sus miedos, sus frustraciones, sus deseos, sus anhelos, sus esperanzas. Su yo y su alrededor. De un segundo determinado al siguiente, el feto adquiere la condición de ser humano. Antes no. El hombre define todas las cosas para luego poder definir lo que es el hombre. Hay cosas que dejamos fuera de esa definición según el siglo y según el lugar.

El niño nace pero antes existe, existe antes de nacer pero los nueve meses antes no es niño. “Existe pero no ha nacido. Existe pero no ha nacido”, insiste entre murmullos. Nada, feto, niño, adolescente, joven, desempleado, becario, empleado, hombre, hombre-maduro, jubilado, cadáver, recuerdo y olvido. “¿Ese recuerdo, ese olvido – se pregunta – existen más, existen menos o existen igual que aquella nada o aquel feto?”

En algún punto de la cadena, o en todos, podemos añadir los estados intermitentes de triunfador o fracasado. Este viaje por supuesto tiene su equivalente femenino. Nada, feto, niña, adolescente, joven, desempleada, becaria, empleada, mujer, mujer-madura, jubilada, cadáver, recuerdo, olvido. Si añadimos las variables padre o madre, el sujeto estudiado da lugar a su vez a una nueva cadena de individuos.

    -¿Tiene hijos? – le pregunta el Arquitecto al becario, al darse cuenta de que, socialmente, no era un joven sino más bien una mariposa transformada en gusano. La larva le mira sorprendida como si la pregunta fuera extraña y responde con un titubeo suave.
    -No, no tengo.
    -Bien – añade. Ese “bien” podía ser una simple muletilla o una señal de aprobación – Bien – insiste. Aprobación entonces.

Nada, feto, niño, adolescente, joven. El Arquitecto había atravesado todas esas fases de una forma que podríamos calificar de normal, sin traumas diferentes a los que puede provocar este mundo a un ser humano “normal”. “Feliz” habría añadido él para calificar el conjunto de esas primeras etapas. Apoya un índice sobre los labios, pensativo, en busca del factor que lo había transformado a él en lo que era. Mentalmente, escarba en el tránsito de desempleado a becario, de empleado a hombre y a hombre-maduro sin encontrar certitudes. ¿Cómo podía pasarse de niño feliz a lo que era ese hombre? Si había una causa había un culpable, o varios. De hombre a él era distinto. Para el Arquitecto, esa segunda mutación suponía un paso evolutivo, pero de niño a él… ¡Por favor! ¡Eso era un crimen!

Ignorando a la larva que aún ignoraba que se había convertido en el nuevo secretario del Arquitecto, seguía reflexionado. Estuvo a punto de asumir el riesgo de tomar un papel y una pluma estilográfica. Se imaginó escogiendo cuidadosamente la pluma, la tinta y las palabras para transformar sensibilidades, anhelos y miedos en palabra material sobre un papel. Del niño al hombre, de la idea a la palabra escrita, había una peregrinaje doloroso, casi insoportable si se piensa bien, que separaba al autor del animal. Amar, anhelar y su paleta de buenos sentimientos suponían para él un reverso de la supervivencia más burda o de la desesperanza.

    -Apunta – ordena.  – “Invoco zodiacal mirada al horizonte, a lo que nos reserva, más codicioso que agradecido”.

Se detiene. El becario era eficaz, inteligente y dócil, comprobó satisfecho. Anotaba las palabras exactas en una libreta pequeña de detective en blanco y negro.

    -Tengo miedo de escribirlo yo mismo – confiesa el Arquitecto. – Cuando toco un poema las palabras se marchitan, se petrifican o se pudren.

La cercana honestidad de sus palabras incita al gusano a observar al Arquitecto. Ese hombre es una silueta negra, estilizada, vestida con una combinación perfecta de blanco y negro. Sus manos parecen los extremos de un virtuoso signo de interrogación. A partir de la corbata negra de seda, continuando por el rígido cuello blanco de la camisa, un algoritmo había creado un rostro tan simétrico como el mundo erigido frente a él, que sonreía triste.

He dejado de imaginarme el despacho de ese hombre para mirar alrededor, a los muros transparentes de mi propio despacho. Sacudo la cabeza y sigo recitando el poema al gusano. “Maldita sea”, pienso al acariciar sin querer la pluma que dormitaba sobre mi escritorio. “Todo lo que toco se convierte en prosa”.

    -“Mientras – el gusano escribe de inmediato, la sumisión es ya un reflejo – pise las casillas del tablero, escoja de entre todos los símbolos los que le conviertan en Hombre o Mujer, antes de que las bestias y sus amos vengan a reclamar lo que no es de nadie desde la nada que puebla el Vacío”.

Termino de recitar. Estiro los puños de mi camisa. Excelente. Mediocre.

    -¿Y si yo soy ese hombre? – le pregunto a mi secretario.
    -¿Y si yo soy ese hombre? – responde.

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