En una hora
– Salvador llega en una hora.
“Eso es lo que había pensado Laura”, se dijo Salvador mientras restituía en su cabeza el monólogo que tal vez ella había construido antes de decidir abandonarlo. Él llegaba en una hora y ella se avergonzaba de su indiferencia, de que las emociones que debían acompañar este reencuentro no habían entrado con ella en la habitación, desarmada al fin por la evidencia de no desear verlo. No le apetecía tenerlo cerca, ni hablarle, ni explicarle como se sentía, ni desnudarse delante de él, ni verlo desnudo.
Estaba tumbada en la cama y descansaba del viaje. La luz de la tarde entraba por la habitación alquilada y se derramaba sobre su cuerpo sin ropa. Tenía calor y le agobiaban las dudas. El comportamiento y el talante de Salvador habían cambiado, aunque ella siempre lo había sospechado así. Ahora el hombre del que se había enamorado no le reservaba ningún misterio, o no le interesa desvelar los misterios que él guardaba. No podía soportar más sus falsos pretextos para ser infeliz o para dudar de sí mismo, de todo. Dudar, a Salvador le gustaba dudar, le gustaba negar. No estar de acuerdo era su insoportable manera de ser feliz. Ella pasaba semanas enteras dentro de un hospital o en una ciudad lejos de él, viendo sufrir o morir a la gente, así que las divagaciones existenciales de Salvador le hacían perder la paciencia. Ella había dejado de sentir la necesidad de confiarse y la urgencia de volver a verlo. Había terminado por pedirle un respiro. Podía dar todos los rodeos que quisiera. Sus dudas no eran dudas, sino la certeza triste e incómoda de que no estaba dispuesta a abandonar Santiago de Chile para irse con Salvador a los Estados Unidos ni a ninguna otra parte.
Ella había terminado por preferir la tranquilidad solitaria, la reclusión del trabajo, a una conversación con él. ¿De qué hablaba con Salvador? ¿De qué había hablado últimamente con él? ¿De qué podrían haber hablado juntos, a parte del cosmos, de la luna, de cohetes espaciales y de todas las complicaciones morales o metafísicas que habían ocupado buena parte de su vida?
¿Salvador se había vuelto más celoso, más huraño o menos original, menos romántico o más impaciente? Él se mostraba menos seguro, menos activo, menos gracioso y optimista. No se le podía reprochar la falta de esperanza. El mundo tal cual lo conocían se estaba yendo, o se había ido, a la mierda, por etapas. La circulación estaba restringida, los viajes eran un lujo y la reorganización laboral global separaba familia y amigos durante semanas o meses enteros. La energía escaseaba, el acceso a las telecomunicaciones estaba restringido, y sin embargo, estas últimas separaciones habían sido un desahogo para Laura.
El problema era desagradable pero sencillo. Ella había descubierto que se sentía mejor sin él, le disgustaban sus proposiciones sexuales y los preliminares monótonos. Su intimidad en la cama se había convertido en una repetición mecánica de gestos. Cuando él le preguntaba si había un problema, ella jugaba la carta de la facilidad y mentía diciendo que no, pero ya no lo quería como a un amante, sino como a un familiar próximo o un buen amigo. Podría decir lo contrario, pero este sentimiento había aparecido, o se había agravado, desde las sospechas de embarazo, al final descartadas. Las conversaciones sobre su futuro, habían acentuado sus discrepancias. El sexo había dejado de ser un terreno de exploración para convertirse en una región peligrosa sembrada de preguntas. Salvado negaba la posibilidad del aborto bajo cualquier circunstancia, cuando un nacimiento se había convertido en aquellos tiempos en una clase de carambola estadística, casi un milagro. La actitud de él hacia ese embarazo imaginario había contrariado a Laura. Salvador no era cristiano practicante, pero se le notaban restos de una educación católica. Era posible que ese momento fuera la razón de que hubieran distanciado sus encuentros. Era posible que la frecuencia de su intimidad, su inexistencia, tuviera que ver con la inseguridad de Salvador, a sus dudas y sus miedos múltiples e inconfesados.
Es posible que la idea de que Salvador llegara en una hora hubiera mutado de dilema a problema, con el paso de los minutos, en la cabeza y el corazón de Laura. Tal vez ella no quería herirlo, por considerarle una buena persona, un hombre generoso. Pero era también un hombre extraño que podía pasarse horas sin explicar en qué estaba pensando, que podía pasar de un día al otro de la exaltación a la nostalgia.
Era un hombre exaltado en sus emociones de felicidad y tristeza. De vez en cuando se sumergía en largas ensoñaciones y regresaba cargado de preguntas y la sospechosa necesidad de compartirlas. Su tozudez le inhabilitaba a abandonar una discusión estéril, capaz de hostigar durante horas a un interlocutor hasta desarmar sus argumentos. Salvador era un hombre violento, no hacia las personas, pero difícil de controlar cuando la frustración afloraba desde su interior.
Salvador se imaginó que Laura se retorcía en la cama del hotel, incómoda, hasta alcanzar la conclusión de que no harían el amor ese día. A él le hubiera gustado que, tras todas esas conclusiones sobre el sexo desagradable, de su incapacidad para seducirla, ella se hubiera puesto a llorar. Entonces ella habría ido hasta el cuarto de baño y abierto el grifo del agua fría para lavarse la cara y borrar los cercos de rímel en torno a los ojos llorosos. Su cara aún más próxima al espejo, él la vio peinarse su melena morena. Apenas podía distinguir sus ojos castaños en la oscuridad del cuarto. El reflejo arrojaba con más claridad su silueta de pechos grandes y blanquecinos, sus caderas anchas, su culo generoso.
Salvador trató de situar en un calendario el momento en que el amor se había desintegrado. ¿Acaso ella había sentido la necesidad de otro hombre, la novedad de descubrirlo? A Salvador le excitó la idea de que ella pensara en su desnudo de indio mestizo y la imagen provocara un vago despertar de calidez en su vientre, que quisiera probarlo una última vez. Salvador habría sufrido con aquello, con ese adiós y se habría sentido incapaz de comprender o perdonar un gesto superficial como aquél.
– Una última vez – podría haber dicho ella frente al espejo – sólo para estar segura.
Sonrió, pese a todo. En la fabulación de Salvador, ella buscó la tarjeta de identificación para encender la luz del baño y terminó de lavarse la cara. Su imaginación rememoró el contacto de sus cuerpos. Ella se apartó del lavabo y se miró desabrocharse el sujetador antes de lanzarlo contra el suelo. Cerró los ojos y se abandonó a una fantasía perfecta comandada por sus dedos. La luz del baño se apagó enseguida. Cuando el éxtasis la dejó sola en el baño y regresó al presente, abrió los ojos y se encontró a oscuras. Se preguntó cómo la excitación podía haberse esfumado tan rápido. La urgencia de su deseo le parecía entonces algo incongruente, grotescamente vergonzoso, y Salvador llegaba a la estación en menos de una hora.
Pero ella no quería cruzarse, hablar ni acostarse con el que llegaba a la estación en menos de una hora, sino con el que acababa de poseerla en su imaginación. Luego se lavó en la ducha y trató de buscar una solución a aquello.
Laura regresó a la habitación y rehízo la cama para borrar la silueta que había quedado impresa durante la siesta. Se aseguró de no dejar pelos en el lavabo ni ninguna prueba de su presencia. Era el mejor momento para abandonar la habitación, antes de que fuera demasiado tarde. Comprobó que aún le quedaba un poco de batería en el teléfono portátil y accedió a lista de música guardada en el aparato.
Salvador se imaginó a Laura retirándose toda la ropa salvo el sujetador y un tanga, para estar más cómoda, y se puso a bailar en la oscuridad. Una víbora tatuada danzaba sobre uno de sus muslos. Le gustaba abandonarse al baile porque le ayudaba a dejar de pensar. Sus movimientos se volvieron algo instintivo y alegre.
Darle esperanzas a Salvador, volver a verse, había sido una mala idea. Tal vez fuera entonces cuando ella se había sentado a la mesita de la habitación y decidido escribir sus sentimientos. Tomó un sobre del cajón de la mesita de noche, escribió el nombre de Salvador y depositó la carta en la mesilla de la habitación. Regresó a su cama, se echó dentro de las sábanas, lloró con pena sincera. Lloró porque sabía que tenía razón. Porque quería a Salvador y no deseaba dañarlo. Ojalá, pensó Salvador, también le doliera la certeza de que no podría encontrar, en ese mundo loco, un hombre amable que la quisiera tanto como la había querido él.
Ella le había dicho adiós, dejándolo solo y atrapado en ese mundo salvaje. Tal vez tendría que haber sido más práctico y haber pensado en alejarse de una guerra inevitable entre los hemisferios de aquel continente, para entrar en la Europa civilizada de la que tanto le había hablado su padre. Tal vez el ser humano sólo fuera eso, un atajo de bárbaros destinados a matarse por territorio, y los enigmas del universo, como el amor, ese fascinante pasatiempo, no era otra cosa que un inútil y viscoso truco de magia.
No, se dijo. Europa no habría sido más que otra huida hacia adelante. Este continente había nutrido tiempo atrás sus anhelos de exotismo, de cambio, como ya lo habían hecho antes los Estados Unidos, como podía hacerlo la promesa de amar a una mujer desconocida que se convierte, con el tiempo y la costumbre, en un territorio anodino. En lo que se refiere a los desafíos de la carne, Salvador había intentado buscar la satisfacción en una sucesión de amores cortos y decadentes, alcanzar una utopía romántica, una y otra vez insatisfecha. Seducir y conservar a Laura fue una estimulante novedad, una tregua en el proyecto de autodestrucción alcohólica que había emprendido en su juventud y que retomaba con cada nuevo abandono.