El vientre del Arquitecto

El vientre del arquitecto

– Mi marido ha desaparecido.

– ¿Desaparecido?

– Es lo que acabo de decirle. Hace más de una semana que no sé nada de él, lo denuncié hace dos días, pero no tengo ninguna esperanza de que lo encuentren. Es más probable que usted me ayude a localizarle o que sepa dónde está.

– Hace semanas que no viene a la consulta. Le contacté por teléfono y me respondió que todo iba bien.

– Es evidente que le mintió. No va bien, no va. Ha desaparecido.

La mujer se había presentado sin pedir cita, lo que de costumbre me habría bastado para quitármela cortésmente de encima. No acepté su demanda porque fuera “urgente”, sino por su apariencia singular, que me recordó a un personaje de Blade Runner. Sobre su cuerpo, su vestido anacrónico no parecía anticuado. Elegante, es la palabra, una actriz de los años treinta, en mi sala de espera. Allí aguardó mientras terminaba mi consulta anterior y tomaba el tiempo para recordar a su esposo.

La forma en la que él había llegado a mi consulta no tuvo nada de excepcional. Vino, como tantos otros, casi pidiendo perdón por no poder sobreponerse a su situación por sí mismo, igual que si reclamar los servicios de un psicólogo fuera una prueba de debilidad, como si hubiera contraído conmigo una deuda moral sólo por escucharle.

– Creo que todo comenzó con usted – me reprochó la mujer sin perder la calma. – Él había comenzado a construir una especie de cabaña en un pequeño bosque de nuestra propiedad.

Me sentí atacado e incómodo, tal vez culpable. Entonces su rostro ofreció una sonrisa que apaciguaba la violencia de una acusación aún inconcreta y que suavizó mi reacción. 

– Se quejaba de que la cabaña era un desastre, aunque yo no veía defectos graves por ninguna parte, y si los había me daba igual, pero no se lo dije. Yo apenas notaba la diferencia entre lo que había previsto en sus planos y el resultado, pero la diferencia entre uno y otro a él le resultaba abismal y le exasperaba. Además, creía que iba a acabar haciéndose daño, pero no osé pedirle que parara. Habría sido peor. Estaba a punto de abandonar cuando usted le propuso que hiciera lo que ya estaba haciendo. Yo no sé qué le dijo, pero regresó a casa lleno de un entusiasmo que al principio no sospeché tan obsesivo.

– No le dije gran cosa, que se aplicara a un proyecto manual, modesto – enfaticé mucho lo de “modesto” con un gesto de las manos. Quizá la cabaña le venía grande para empezar, pensé.

– Y la geografía inconsciente, ¿no?

– ¿Le habló de ello?

– Sí, ¿era un secreto?

– No, en absoluto. Tan solo se trataba de una técnica para desbrozar el camino y encontrar lo que angustiaba a su marido. ¿Sabe? Su esposo tenía un conflicto no esencialmente grave, pero que le estaba destrozando la vida. ¡Qué paradójico! En fin. El problema principal es que no sabía lo que le ocurría o lo que no le ocurría. Yo pretendía que una lista de lugares de su pasado con una carga simbólica nos ayudara a concretar una o dos causas de su malestar. Por eso la lista de diez lugares.

– Once – la bombilla parpadeó, la luz se desvaneció y regresó en una fracción de segundo.

– ¿Perdón?

– Once lugares. Mi marido insistió en que era importante que fueran once lugares.

La bombilla de la consulta chisporroteó otra vez. Tenía que colocar una más potente y que diera a la sala un toque más acogedor. Tal cual estaba el despacho, habitábamos una penumbra molesta, los muros necesitaban una mano de pintura que siempre posponía para más tarde, desde hace meses. Un muro vacío donde deseaba colgar una acuarela era otro testigo de mi desidia.

El marido era un arquitecto apenas entrada la cuarentena que había varado en mi consulta. No aparentaba ser más joven ni más viejo que yo y su problema es que no sabía cómo continuar su vida y ser feliz al mismo tiempo. Él siempre había creído estar hecho para su profesión, para su mujer, para la vida que debía pertenecerle, pero desde hacía un tiempo se encaminaba a ninguna parte, con la sospecha de haber consumido sus mejores días. Recuerdos idealizados ensombrecían un presente gris.

Había faltado a las últimas citas y esquivado mis mensajes telefónicos con una respuesta telegráfica. “Todo va bien. Muy ocupado. Gracias”. No recuerdo si me había respondido por teléfono o por mail. ¿De verdad me había respondido o lo había soñado? Bueno, me habría preocupado si no hubiera respondido.

Uno de los últimos consejos que le di, si se puede llamar así, fue precisamente esa cuestión del trabajo manual. Tal vez así combatiría su complejo de inferioridad frente a los que daban vida material al fruto de su imaginación. “Haga algo con sus propias manos. Empiece por un proyecto pequeño y tal vez pronto se sienta capaz de algo más ambicioso”. Me quedé mirando de nuevo a la bombilla. Era urgente cambiarla.

Él aceptó la idea con entusiasmo, tal vez se había implicado un poco más de la cuenta, sin más, en algún trabajo manual con el que se sentía curado.

Mi otra sugerencia tenía que ver con la escritura terapéutica. Le había propuesto, ya que parecía sentirse mejor mirando al pasado que viviendo, que enumerara diez lugares que le hubieran marcado, de manera agradable o dramática, y que los transformara en los espacios clave de un universo ficticio, donde cada decorado tuviera un rol simbólico y los personajes que él creara pudieran superar algún tipo de desafío o encontrar consuelo. No se achantó con la propuesta. Me ofreció una sonrisa enigmática que mostraba el placer de aceptar el desafío. Por alguna razón, su arrojo me hizo sentir cobarde.

– ¿Diez?

Esa fue su única pregunta. Le respondí que diez, de una manera un tanto arbitraria, pero convencida. Reaccionó inmediatamente.

– Sería algo así como una geografía inconsciente de un hombre.

Yo afirmé “exacto”, sin reflexionar demasiado en la exactitud de su conclusión entusiasta. Por eso estoy seguro de haberle dicho “diez”.

La mujer que tenía enfrente podía insistir, tratar de servirse de la ligereza mayúscula con la que se había instalado cruzando las piernas, apoyado las manos en el sillón de cuero como un monarca, como si fuera ella quien me hubiera recibido. Yo no iba a cambiar mi versión, aunque la culpabilidad seguía hinchándose en mis entrañas como una herida mal curada que estaba infectándose. ¿Le había lanzado a un experimento que yo no me atreví a practicar sobre mí mismo?

– No tengo la menor idea de por qué dijo algo así, puesto que yo no puse especial importancia en que fueran diez, aunque estoy seguro de haber dicho diez, que es un número bien redondo – no debería haberle dicho diez, once era un número mucho más apropiado.

– El caso es que me lo contó con toda naturalidad. Me explicó el asunto y no me pareció ni bien ni mal. Hizo su lista, me la leyó y de paso descubrí un malestar arrastrado desde su infancia, o de la juventud, de antes. Lo sospechaba, le conozco bien, pero nunca habíamos hablado de ello. Si su tarea ayudaba a señalar el problema, como me ha dicho usted, qué mal podía hacer.

– Me imagino que algo habrá pasado para que esté tan segura de que yo puedo encontrarle.

– Pues sí, pasó que reconstruyó la cabaña, y le quedó bastante decente. Me llevó al restaurante para celebrarlo y todo.

– ¿Siempre van al mismo?

– Sí, ¿por qué?

– “Al” restaurante.

– Es una manera de hablar, pero sí, siempre al mismo. Es nuestro preferido.

– Sigo sin ver dónde se torció el asunto.

– Imposible estar del todo segura, pero si se torció, se torció cuando le dio por mezclar los dos consejos.

Ella se detuvo como si sus últimas palabras hubiesen debido encerrar un efecto esclarecedor que no tuvieron. Me miró a los ojos con la expresión puntiaguda de un juez severo, más dura de la que habría creído posible en unas pupilas tan claras. Su expresión acusadora se fue transformando suavemente en un mosaico de comprensión y dulzura. Tuve la sensación de que no me miraba a mí, que se acordaba de otra persona, pues yo no merecía esas emociones de su parte. El cambio de sus rasgos me hizo concentrarme en su rostro. Su piel era muy lisa, pensé, y muy pálida. Quise tocarla. El contraste con su cabello negro la hacía parecer hermosamente enferma.

– Los dos consejos, ¿es decir?

– El trabajo manual – dijo mientras separaba su mano izquierda del regazo para ponerla con la palma hacia arriba – y la geografía inconsciente – añadió con su mano derecha, dando a la mujer la simétrica forma de una balanza zodiacal. – Al principio estuvo orgulloso, pero no le bastó. Nunca le basta. Me habló de la falta de armonía, de los cambios que tenía que hacer para emplazar correctamente los once elementos de la lista.

– Si he comprendido bien, me está diciendo que su marido trató de insertar, en la realidad, los diez elementos simbólicos del mundo ficticio que yo le había propuesto.

– Once.

A la bombilla de la consulta le dio por chisporrotear. Ahí estábamos, en penumbra, por pura dejadez. La idea de combinar los dos proyectos me puso la piel de gallina como una caricia sensual tras la nuca, pero aplicada directamente al cerebro.

– Bien. Pero también estamos de acuerdo en que eso no es lo que yo le había propuesto, y que si le dije diez, porque le dije diez, fue casi casi aleatorio – ¿por qué le habría dicho diez?

– Por redondear.

– Sí.

– No me extraña lo más mínimo en Alexandre. Lo que ocurre es que, si usted me dijera cuál era el paso siguiente de ese… – dudó con la palabra – proyecto, tal vez podríamos encontrarlo.

– Dependía de los lugares y los eventos de su lista, pero nunca llegó a compartirla conmigo, así que no sé cómo podría ayudarle.

La mujer sacó un papel doblado de su abrigo oscuro y largo, muy años treinta, -una diva- lo colocó extendido sobre la mesa y lo giró para que yo pudiera verlo más fácilmente. Aquel papel no se limitaba a una lista. El talento del paciente se manifestaba en los trazos del mapa a escala que acompañaba una lista de once lugares junto a los que había escrito la leyenda “pueril vergüenza animal desnuda. Blasón del pecado”. Estaba seguro de haber leído esa expresión en algún otro sitio, en una publicación seria, pero verlos escrito allí me parecieron la prueba de una demencia peligrosa que había eclosionado.

Los dibujos de la fachada inscritos sobre el papel habían sido modificados. Los trazos de nuevos elementos se superponían a la configuración inicial, revelando símbolos geométricos que no supe asociar a referencias mitológicas o mágicas de nuestra cultura popular. Miré a la mujer, para tratar de descubrir lo que pensaba sobre aquella cábala. Una mirada temerosa me habría parecido más adecuada que su faz de esfinge a la espera de respuestas al acertijo. 

– ¿Sabe a qué corresponden los nombres? – pregunté.

– A nada que se pueda encontrar fácilmente en religiones conocidas, en la mitología o en los libros de fantasía más evidentes. Igual a absolutamente nada.

– Pero no cree que se los haya inventado – deduje.

– Alexandre se despertaba en plena noche murmurando palabrejas sin sentido que me despertaban. Se iba a la cabaña. A veces la miraba durante horas y volvía sin tocar nada, y otras veces se ponía a cortar, clavar, cavar…

– ¿Cavar?

– Muchísimo ruido para ser de noche. Creo que lo mejor será que venga a verlo usted mismo. Yo no sabría explicarle.

Cavar. La sensación de mis manos arañando la tierra me hizo creer que mis dedos estaban sucios. Me los miré. Mi chaqueta negra, mis pantalones vaqueros, mi camisa blanca, estaban limpios, pero sentía mis uñas impregnadas de hierba, tierra húmeda y fragmentos minúsculos de arena y piedra.

Le cedí de vuelta el papel con la lista de once palabras, los mapas y dibujos. Mis manos estaban hidratadas y limpias, pero temí mancillar el papel. 

– ¿Vendrás?

Traté de resistirme con evasivas, quise ignorar el tuteo repentino que salió de su boca y rompió el sortilegio de su vestimenta anacrónica, pero al final acordamos, por piedad, encontrarnos la tarde siguiente para ver la cabaña de Alexandre. Al levantarme, ella comprendió que no podía acordarle más tiempo. La acompañé hasta la puerta, me despedí hasta el día siguiente sin estrecharle la mano, aunque lo deseaba, y esperé junto a la entrada para oír sus pasos alejándose con crujidos de la escalera hacia la salida del edificio. Tras el ruido de un portazo en la parte baja del inmueble, cerré la puerta de mi consulta y corrí hacia el teléfono de mi escritorio, traicionando la calma que había querido aparentar frente a la visita imprevista.

Anulé todas las citas de la tarde y anoté lo que había retenido de los esquemas diseñados por Alexandre. Luego me percaté de que no le había preguntado su nombre. Ella tampoco me lo había dicho al presentarse, como debe hacerse. Algo había afectado mi serenidad, tal vez el hecho de que hubiera venido sin avisar.

Pasé el resto de la tarde y una parte de la noche releyendo las notas que había tomado durante mis consultas con Alexandre, para relacionar los nombres de los lugares ficticios de su geografía inconsciente con episodios vitales que él me hubiera confiado. Uno de los lugares suponía un evidente simbolismo de la soledad, traducido en un espacio llamado “El páramo”; otro podía plasmar su miedo a dejar una herencia sin terminar, quizá en forma de edificio, que aparecía en su mundo imaginario bajo el nombre de “La torre inconclusa”. Varios nombres me resultaron indescifrables, los de “Cunarti” y “Nupale”, escritos junto al de “Kinai”, al parecer éste último un nombre de origen mongol bastante común en aquel país, y que no daba mayores pistas.

Nantes y New York eran los extremos de la lista, primer y último elemento de su enumeración. Fue sorprendente leer aquellos dos lugares que tiempo atrás me había mencionado otra de mis pacientes, Angelique, obsesionada con una bestia insaciable que la acosaba en un sueño recurrente. En él aparecía un hombre misterioso cuyo nombre coincidía con la profesión de Alexandre. El Arquitecto. 

No supe justificar inmediatamente la presencia de dos ciudades reales junto a otros nombres de lugares ficticios. ¿Se trataba de un deseo no cumplido de viajar allí, o nada que ver? Resultaba llamativo no encontrar, entre todos esos apuntes, ni una sola mención a su esposa.

Dormí mal, para qué mentir, como en esas noches en que la lluvia repiquetea en la ventana, pero sin lluvia, pensando en el nombre desconocido de aquella mujer perturbadora. Mi cama me pareció muy vacía esa noche, a mí, que disfruto de no tener que compartir la superficie de las sábanas. Además, había olvidado correr la persiana del ventanuco en el techo inclinado de la casa, aunque no fuera eso lo que hacía imposible conciliar el sueño. Tampoco era la lluvia. Estoy seguro de que no llovió en toda la noche. Vi transcurrir las horas enumerando en mi mente los diez lugares que yo habría escogido para mi propia geografía inconsciente, una biblioteca preñada de historias distópicas, un hormiguero en un bosque habitado por una colonia de cangrejos a la orilla de un río, un túnel… Sí, un túnel.

Durante las consultas permití que mi mente vagara y abandoné irresponsablemente el relato de los pacientes para pensar en el rostro níveo de mi visita inesperada, en su pelo negro y en su voz clara y sin titubeos. Sobrevolé su pelo oscuro, me colé en él como un pájaro se adentra en un bosque, buscando pistas o alimento, fabulando sobre ella como una hermosa viuda negra que había hecho desaparecer a su marido y pretendía servirse de mí como cabeza de turco. Otras hipótesis hollywoodienses coparon la atención que merecían mis pacientes. Me distraje así a cada hora, incapaz de hacer nada bien en todo el día, hasta tomar el coche y presentarme en la dirección que me había indicado, una propiedad perdida en la campaña. Antes de partir, recordé dónde había leído la frase sobre el “blasón del pecado”. El número once recuperaba su lógica.

Ella me esperaba bien abrigada con una chaqueta de lana al borde de un camino. Se bifurcaba hacia una casa de madera de la que surgía un humo de chimenea y en dirección a un segundo sendero, orientado hacia el bosque en el que tal vez estuviera la cabaña. Imposible verla desde allí.

Aparqué junto a la casa, nueva, bonita y rústica. ¿La había visto ya en un catálogo? La mujer de Alexandre explicó que su esposo la había diseñado y escogido los materiales, mientras me invitaba a un café. Pensé en la manera en que él infravaloraba su capacidad de enfrentar problemas prácticos más allá de la abstracción. También, pero eso lo advierto ahora, olvidé preguntarle el nombre a la mujer. La casa, cálida si nos atenemos a la tintura de los muebles en madera o de la pintura de los muros, era fría a fuerza de harmonía simétrica en cada rincón y en cada detalle.

Ella tomó un sorbo de su taza de té humeante y luego me habló con determinación.

– Creo que ya hemos disfrutado del tiempo de cortesía que requiere la educación. Imagino que quiere ver la cabaña.

– En efecto.

Caminamos por un sendero recubierto de hojas parduzcas hasta una cabaña de madera, un cobertizo del tamaño de un merendero discreto. La puerta estaba adornada con una circunferencia de madera incrustada a la altura del picaporte, gruesa como dos dedos y del tamaño de una mano abierta. El círculo estaba adornado con símbolos que se dirían arcanos. Un cráneo de toro en el umbral nos observaba y desde afuera se veía el hueco de una chimenea inconclusa. Me estremecí sin saber por qué. ¿Qué asociación de ideas me había hecho pensar que por aquel agujero se escapaba una gigantesca cantidad de tiempo desperdiciado?

– Abrir es fácil – dijo ella. – Basta con girar la rueda encajada en la puerta. No pesa mucho.

Escuché un clic y ella me invitó a pasar primero.

En el interior de la cabaña había un pez dorado, diría que el oro era auténtico, atornillado al muro frente a la entrada. Desconocía la afición de Alexandre a la pesca. Una piel de lobo yacía en el suelo, junto unos círculos concéntricos en el medio de la estancia, trazados con un tinte de un color y una textura arcillosa. Había once símbolos y en el interior del dibujo, hecho con compás y mucha paciencia, se veían los intentos de haber cavado en la tierra y no haberlo conseguido, por culpa de la tozudez de la piedra. Varias fotos y documentos colgados como ropa secándose sobre una cuerda cruzaban la caseta de un extremo al otro. También me sorprendieron los restos esparcidos en el interior de otros círculos más pequeños trazados con tinta negra. Daba la sensación de que alguien había quemado incienso junto a ofrendas de alimentos que se habían podrido.

– Si supiera la importancia que mi marido le da al orden y al control, este desbarajuste, esta guarrada, le chocaría aún más – dijo, seguramente al percibir mi expresión de inquietud y asco, señalando los montoncitos de polvo y cenizas. Pude ver restos de billetes calcinados cuando me puse de cuclillas para verlos más cerca. Me golpeó un hedor pútrido que me puso de pie como un resorte.

Una corriente de aire fría y molesta entraba por el hueco de la chimenea a medio terminar. La sensación de angustia se esfumó cuando la mujer de Alexandre alumbró la cabaña en sombras con la lámpara de su teléfono móvil. Qué lástima, me dije, la manera en que había roto su sortilegio de diva de los años treinta, que habría podido conservar con una simple vela o un farol victoriano. ¿Existen los faroles victorianos?  

– ¿Qué hace eso ahí? – pregunté señalando a un máscara antigás.

– ¿Cómo quiere que lo sepa? La caseta no tiene ni gas ni electricidad, no es por precaución.

Poco más podíamos hacer en la cabaña, pero me acuclillé junto a la tierra apenas removida y arranqué una piedra con mis dos manos. Pedacitos de tierra oscura se me incrustaron en las uñas.

Regresamos a la vivienda principal y como si no fuera la cosa, la mujer comenzó a hablar del dolor de vientre de Alexandre y de la pesadez somatizada de no encontrar la causa de su angustia. Él también había mencionado esa sensación molesta.

– Se despertaba sudando, se levantaba sin decir nada y se acostaba más sudado aún, lleno de polvo y de tierra.

– ¿Y no le preguntó nunca nada?

– ¡Claro que le pregunté! Pero las respuestas que me daba por la noche eran incongruentes. Por la mañana se levantaba con una sonrisa, como si todo fuera bien. A mí esa manera de actuar me daba miedo. Un día paró, y yo le pregunté “¿ya no vas a la cabaña?”

Su naturalidad, su manera de hablar de las flaquezas de su marido me conmovió.

– ¿Sabe lo que me dijo? “Ya no hace falta”. Me dio un beso, se dio la vuelta, y a dormir. Más tarde descubrí por qué no hacía falta. Ahora es cuando llega lo que usted no se va a creer

– ¿Por qué no hacía falta? – pregunté, aunque ya intuí la respuesta.

La mujer se quedó muda. Casi aproveché para preguntarle su nombre.

– Es que no puedo ni decírselo. No me va a creer. Si no lo ve, de verdad, no me va a creer.

– ¿Y cómo puedo verlo?

– Quédese a dormir y tal vez lo sepa hoy.

– ¿Tal vez? 

– Ninguna garantía.

Me levanté y le agradecí las atenciones y el café.

– No puedo hacer nada por usted. No sé dónde está su marido.

– Por favor, quédese. ¿Qué pierde?

– No es lo que pierda. Esta historia se me empieza a hacer muy rara, y yo no tengo la menor idea de donde está su marido.

– Tiene que estar ahí, donde le metió usted – me sorprendió que la potencia de sus gestos apuntando hacia la caseta no estuviera acompañada de gritos. Parecían más bien los aspavientos de quien pretende evitar que su pareja le abandone.

– Lo siento mucho. Me gustaría ayudarle, pero yo no le he metido en ningún sitio. Esa caseta no la he construido yo, no sé por qué la hizo así. Mis sugerencias… Yo no le pedí que hiciera algo así. Le hablé de un trabajo manual, sencillo, para darse confianza. Esto es una locura.

– Si ya lo sé, como un síndrome de Diógenes, pero más raro. Usted no sabe lo que yo he visto estos días.

– ¿Estos días cuándo?

– Desde que no está.

– Vuelva a contactar con la Policía. ¿Les ha enseñado todo esto?

No respondió. Tan solo me acompañó hasta el coche sin hablar, sin insistir, como si hubiera sabido de antemano que nadie en su sano juicio aceptaría resolver el enigma. De noche, en aquel lugar, no me habría quedado ni por dinero. Entonces sonó el primer tiro y la rueda de mi coche se desinfló del susto. La vi apuntar con un arma y mucha calma a los otros dos neumáticos y darles de lleno. Luego me tendió la pistola, para probarme que no corría peligro. Yo no quise cogerla.

– ¡Usted no está bien!

– ¡Claro que no estoy bien! ¡Se lo vengo diciendo desde hace dos días, que mi marido ha desaparecido, que lleva semanas haciendo cosas de loco y que ahora que no está, pasan cosas más raras aún, por la noche cuando duermo!

Regresé hacia la casa para ver si tenía un garaje. Lo tenía, pero ella se apresuró a decirme que el coche estaba aparcado en la ciudad. Entré en el salón. Del fuego de la chimenea sólo quedaban dos maderos negruzcos y cenizas pegadas al cristal que encofraba la cavidad de piedra. Si tuviera una casa con chimenea, querría una igual.

– He cortado el cable del teléfono fijo.

Saqué mi móvil para llamar, pero ella ni se inmutó. Sabía que no tendría cobertura. No me quedaba más remedio que dormir allí, pero si ella me hubiera propuesto un pijama de su marido le habría dado una hostia, aunque no sé por qué ella habría hecho algo así.

El caso es que, aunque enfadado, el hecho de que dejara la pistola sobre la mesa, me tranquilizó.

– ¿Tiene una habitación de invitados?

– Está allí.

– Muchas gracias – me sorprendí de poder mantener la calma y no gritarle en vez de darle las gracias.

– Lo siento mucho, de verdad, pero igual se tiene que quedar algunos días más.

– No se lo cree ni usted. Buenas noches.

No soñé con ella hasta la segunda noche. La primera no dormí, de los nervios. ¡Qué situación! Cuando me levanté se me había pasado un poco el enojo. Ella estaba bastante peor que yo. Había preparado un desayuno y el look de diva de los años treinta se le había ido a la porra. Era una mujer al borde del infarto, se mordisqueaba las uñas en cuanto pensaba que no la veía, pero luego reaccionaba muy rígida y muy digna delante de mí, intentando aparentar calma.

Aquello era una locura. Ella esperaba que yo visitara en sueños la casa, y entonces lo vería todo más claro, si aquello podía tener algún sentido, pero lo cierto es que a la segunda y tercera noche soñé con ella, y a la cuarta me levanté pensando que estaba despierto. Lo cierto es que aquella encerrona me provocó una enorme excitación mental que me hizo recordar historietas antiguas y las apasionantes lecturas de los textos de Carl Jung.

Sí, la segunda, la tercera y la cuarta noche. Creo que la primera noche en vela sirvió simplemente para alimentar mi culpabilidad. Seguramente era yo quien le había metido en aquel embrollo con mis consejos negligentes. Así que me quedé. También ayudó la sinceridad con la que ella sirvió el desayuno y logró crear una escena cotidiana que echaba de menos, al punto de pensar que si debiera construir mi geografía inconsciente, reservaría un lugar a una casa donde ocurrieran cosas cotidianas y tranquilas como aquel desayuno. Tuve el atrevimiento de preguntarle qué lugares habría escogido ella.

– La playa al lado de la casa de mis tíos, un puente que cruza las dos riberas de un río en una ciudad asentada en un valle, la casa y el jardín de mi abuela. Y – dudó como si su última propuesta le avergonzara un poco – el hospital de Anatomía de Grey. ¿Y usted?

– La casa de mis padres, un pinar, un río donde bañarse y un salón recreativo con máquinas de videojuegos.

Hablamos de esos lugares y mencionamos otros, mientras jugábamos a las cartas y esperábamos como dos familiares que aguardasen el final de una intervención quirúrgica o una llamada telefónica que anunciaría una desgracia. Ella se fue ocupando de alimentar el fuego de la chimenea y de servirnos la comida. Al final del día nos dimos las buenas noches como dos estudiantes que comparten piso y aún no se conocen demasiado bien. 

El sueño lúcido vino durante la cuarta noche. Me pellizqué y me hice daño. Quise ir a la cabaña, pero estaba demasiado lejos y me encontraba en el páramo en una ruta ferroviaria entre una luna que alumbraba con tonos acerados una escultura de Jules Verne y una Estatua de la Libertad. En lugar de una cabeza de mujer sus hombros sostenían un cráneo de toro. En medio del trayecto, caminando junto a las vías, descubrí un apeadero junto al que estaba la cabaña de Alexandre. “La cabaña de Alexandre”… repetí dubitativo.

No pude ver la cabeza de toro en el umbral de la puerta ni la piel de lobo por el suelo, pero sí la rueda de madera que ejercía de picaporte, mucho más pesada que cuando estaba despierto. Dentro tampoco vi la máscara antigás, y me sorprendió la lucidez del sueño que me permitía cotejar la presencia de esos objetos con mis recuerdos reales, pero eso me pareció algo muy típico de los sueños. Sí vi el pez dorado y el comienzo de unas obras, con plásticos de protección y un andamio, seguramente para completar la torre. También estaba allí el círculo con los símbolos y una escalera que bajaba a un túnel como el de un metro urbano construido en ladrillo. La significación de todos esos emblemas dibujados con tinta negra se desvelaron evidentes. Quise apuntarlo todo, pero en aquel momento no supe cómo.

El corredor llevaba hacia una bifurcación donde me esperaba la mujer de Alexandre, pero cuanto más avanzaba hacia ella más se lejos se encontraba, como en uno de los particulares zoom-travelling de Hitchcock. Mis piernas pesadas me pidieron que dejara de intentarlo. Detrás de mí ya no estaba la escalera, sino un pasillo que me condujo hasta una sala circular con once puertas. De una de ellas llegaron gritos y yo me aproximé temerariamente. Por el pasillo, escuché palabras y fórmulas extravagantes. Cuando me percaté de la presencia del otro hombre ya era demasiado tarde.

Alexandre colgaba de los testículos de un gancho unido al techo por una cadena oxidada, pero no gritaba. Un hombre corpulento de brazos enormes y torso desnudo portaba una máscara de cráneo de toro y blandía un martillo con el que golpeaba un yunque. ¿Qué golpeaba en el yunque? Mi deseo de saberlo me aproximó demasiado a la escena. Al darse cuenta de que estaba allí, estiró la mano sin la pretensión de tocarme y pidió, exigió, que avanzara. Su voz cavernosa provocaba horror, seducción y admiración. Un imparable sentimiento de debilidad se apoderó de mí al percibir el incómodo olor a hombre que transpiraba. Me arrodillé. Cuando se aproximó, aún con la mano extendida, vi a Alexandre descolgarse como un acróbata, aunque sus testículos colgaban aún del techo. Golpeó inmediatamente a aquel macho musculoso con el martillo que había apoyado junto al yunque.

Me desperté con ganas de vomitar como si el golpe lo hubiera recibido yo. Durante los primeros segundos la escena tenía un significado tan evidente que me frustró mi incapacidad de retenerlo en la memoria más tarde. En el desayuno mi relato a la mujer de Alexandre resultó completamente absurdo y alucinatorio, tratamos de darle un sentido como dos idiotas, para intentar ir más allá de una burda interpretación de los complejos masculinos. 

Durante todo el día traté de componer ridículas combinaciones de los objetos de la cabaña, como si aquello fuera a abrir un compartimento secreto detrás de mí. Me sentí como un jugador demasiado torpe que tratara de resolver un Escape Game grotesco a base de combinaciones aleatorias. Regresé a la casa, me acosté vestido en el sofá. Ella estaba allí, la sentí apoyando con delicadeza una taza de té en la mesita baja del salón.

– ¿Nada?

– Nada.

Me desperté de la siesta sobresaltado y comprobé, presa del pánico, el aspecto arrugado de la camisa que había llevado durante varios días. Mi preocupación por la ropa debía tener alguna relación con lo que había soñado en aquellos breves instantes de sueño. Al incorporarme, seguro del lugar al que debía ir, golpeé la taza con la mano sin querer. Regresé a la cabaña a la carrera y busqué entre el desorden una pala para terminar de excavar el agujero que había comenzado. Me retiré las mangas de la camisa. No necesité quitarme la chaqueta, que con las prisas había dejado abandonada en algún lugar del salón.

Nadie podía haber sobrevivido allí abajo durante días, pero yo excavé hasta que el dolor de las manos tuvo como recompensa el sonido seco de la tapa de un ataúd. Yo gritaba como poseído.

– ¡Ven! ¡Ven! – sin decir el nombre de ella, porque no lo conocía. ¿No lo conocía? ¿No lo recordaba? ¿Por qué no me sentía digno de pronunciarlo? Es igual.

Ella llegó a la cabaña y abrimos juntos el ataúd. Allí estaba él, respiraba jadeante bajo la faz siniestra de su máscara antigás conectada a dos bombonas. Le sacamos tirando cada uno de uno de sus brazos. Él se aferraba con sus manos crispadas a una cajita de hierro labrado, como si hubiera bajado al infierno a buscarla y prefiriera morir a soltarla. Las manos de la esposa se precipitaron para taponar una mancha oscura en la parte baja de la camisa y el pantalón, como si hubiera sangrado a través de una herida en el vientre o la entrepierna. Se quitó del rostro la máscara antigás y se puso a reír histéricamente. Mi vista se desvió hacia la herida. Yo sabía que había extirpado la caja de su interior con las manos, perforando la piel como un jardinero que excava en la tierra.

Rió como un hombre feliz, sin parar de gritar una y otra vez el mismo número. Parecía haberme perdonado que me hubiera enterrado a mí mismo en aquella fosa siniestra. Solamente el número parecía tener importancia para él.

– ¡Once, once, once! ¡Te equivocaste, eran once!

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