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Recordé lo que me decías a menudo, a propósito de mi ropa, mientras enterrábamos tu cuerpo, elegantemente cubierto de un vestido negro, dentro de un ataúd. Los empleados de la funeraria te depositaron con suavidad dentro de la tierra. Yo agradecí la delicadeza con la que te sacaron de mi mundo. Me emocionó notablemente y ahora me sorprende mi reacción. Intenté abrazarlos y ellos aceptaron mi gesto bochornoso con una profesionalidad muy digna. Ese recuerdo me avergüenza mucho, fue bastante patético.

Recordé, te decía, lo de vestirse bien. Luego la vida se me vino encima, me aplastó durante una semana. No quería estar con nadie, abrumado por la torpeza con que la gente pretendía animarme con las palabras equivocadas, ésas que irritan más que reconfortan. Así que, en contra de mi naturaleza, para ocupar la cabeza con cosas menos tristes, fui de compras. Seguía pensando que alguien como yo, con mi profesión, no tenía ninguna necesidad de ir elegante al trabajo. Mi ropa holgada era cómoda y me sentaba bien. Ahora me doy cuenta de que estaba equivocado, y de que tú tenías razón. El caso es que ir a comprar un traje fue la única manera que se me ocurrió de traerte de nuevo a la vida.

Ya sabes cómo me molesta ir de tiendas, la hipocresía de los dependientes, sus halagos interesados o la incomodidad de las prendas que se amontonan en la estrechez de los probadores. La operación fue un fracaso y regresé a casa con las mismas playeras oscuras, los mismos pantalones vaqueros y la misma sudadera con capucha que bien podría pertenecer a un hombre más joven.

Alguien… bueno, muchas personas llamaron al teléfono y no respondí. Quería estar solo. En realidad lo que quería es estar contigo. Dejé expresamente mi móvil en el salón y salí a la calle. Intentaba disfrutar del vagabundeo cuando me fijé en las luces que escapaban de un escaparate comercial. La tienda parecía extraída de otro siglo e insertada en la calle a la fuerza. Lo pensé mejor y me dije que era al revés. Que la tienda siempre había estado ahí y que los comercios alrededor eran los que desentonaban. Se encontraba en el trayecto que todos los días recorría a pie hasta la oficina y, sin embargo, nunca me había percatado de su existencia. No debería resultar extraño, teniendo en cuenta el escaso interés que me despierta la moda. Pero entonces fue distinto. Andaba buscando un atuendo elegante con el que satisfacer tu deseo y devolverte a la vida.

Tres toques de campanilla anunciaron mi entrada en la tienda. El hombre al otro lado del mostrador levantó la vista y esbozó un comienzo de sonrisa que despertó dos arrugas sobre sus labios, bajo las mejillas. Un mechón rubio caía distraído sobre su frente. La luz tímida y cálida alumbraba apenas aquella sastrería y me permitió ver un rostro de ojos marrones y pequeños, contorneados de líneas discretas. Esas arrugas vestían de prestancia una expresión que anunciaba a la vez madurez y confianza.

– Buenos días.

Su voz era amablemente cavernosa. Yo le correspondí con un gesto de la cabeza.

– ¿Qué desea? – me preguntó.

– Quiero que mi mujer regrese – contesté con un sentimiento verdadero pero absurdo.

Él asintió, tal vez acostumbrado a ese tipo de requerimientos. La exquisita decoración decimonónica de aquel establecimiento, y la calidad de los trajes expuestos en varios maniquíes de madera, hacían sospechar una clientela pudiente y seguramente caprichosa.

El caso es que dejó de hacer lo que estuviera haciendo y caminó hacia mí rodeando el mostrador. Los talones de sus zapatos resonaban sobre el parqué con una cadencia hipnótica. Varias imágenes de ti asaltaron mi visión. Pensé que aquel momento era un error, o un sueño.

– Levante los brazos – me pidió el sastre.

Obediente, como si me castigara un profesor de otra época, coloqué los brazos paralelos al suelo; él dio las gracias. Posó delicadamente las yemas de sus dedos sobre los extremos de mis manos. Trazó con sus índices un recorrido perfectamente simétrico desde los dos extremos de la cruz que formaban mis brazos hasta la punta del cráneo. El roce de sus dedos me erizó el vello y un escalofrío se desplazó desde el inicio de la nuca hasta los muslos.

– ¿Me está tomando las medidas?

Él sonrió a su manera, colocó sus manos debajo de mis axilas y las desplazó por mis costillas, hasta mis oblicuos y mi vientre. Me estremecí cuando sus manos llegaron a la cintura y apoyó sus dos pulgares al final de mis caderas. Descendió por las piernas como si me cacheara.

– Ya casi he terminado – pronunció con esa voz que parecía venir del fondo de alguna parte. Sus palabras me hicieron pensar en las ondas que una piedra hubiera hecho en un manantial secreto escondido en una gruta. Aquella frase revelaba, por encima de todo, que se hacía cargo de mi incomodidad ambigua.

Volvió a colocarse enfrente y me posó una mano en la boca del estómago. Luego la desplazó hacia el corazón mientras mi mirada se perdió, por expreso deseo mío, en sus cabellos ordenados. Estuve tentado de introducir mi mano en aquel mar de seda color platino. Me imagino, ahora que te lo cuento, que estarás sorprendida de mis reacciones ante la influencia de aquel hombre. ¡Cómo no estarlo! Su voz volvió a sacarme del ensueño.

– Deme una semana.

– ¿Y traerá de regreso a mi mujer?

– Una semana y su traje estará listo.

– Entiendo – respondí abochornado. Te harás cargo de la confusión que sentía, más grande aún, si eso es posible, cuando el sastre respondió a una pregunta que no llegué a pronunciar pero que se deslizaba en círculos por la punta de mi lengua.

– Tenga confianza. No puedo mostrarle el tejido ahora, pero no quedará defraudado.

Hice el gesto de sacar la cartera para abonar un anticipo y él extendió una mano con un gesto de negación que transmitía una gran confianza. Se alejó para traer una caja de cartón en la que había, lo supe después, dos zapatos negros de mi número.

– ¿Tiene camisas? – pregunté.

– Una semana – repitió. Regresó a la actividad que le ocupaba antes de que llegara, aquel documento impreso apoyado sobre el mostrador. – Gracias por su visita – dijo sin abandonar su lectura. Quise responder, pero no pude devolverle la cortesía. Tres toques de campana me despidieron del desconocido, al que nunca más volví a ver.

Una semana después regresé al establecimiento. No había abandonado el piso ninguno de esos días grises, y la idea de regresar a la tienda me proporcionó un alivio emocionante, pero mis expectativas fueron defraudadas. La tienda estaba cerrada y la luz que me había atraído como un insecto hacía exactamente siete días no estaba encendida. En el interior, había una esquela de papel pegada en el cristal de la puerta. Regresé a nuestro apartamento, confundido. El portero me detuvo cuando empezaba a subir los peldaños de la escalera.

– Trajeron este paquete para usted.

La caja era voluminosa, y yo sospechaba que había un traje dentro, por las dimensiones.

– ¿Quién se lo dio? – le pregunté.

– Lo desconozco. Alguien lo dejó sobre la mesa de mi garita. Hay un sobre con su nombre grapado a la caja – se permitió señalar el sobre con el dedo.

Ahora sé que no tiene importancia alguna, pero me fijé en las hombreras de su chaqueta, demasiado anchas y moteadas de caspa. Me pareció repugnante. Lo siento, pero fue así.

Cuando entré en casa, cerré la puerta como si pretendiera ocultar un secreto. Estaba impaciente, un poco excitado, pero lo deposité con calma sobre la mesa del salón para abrirlo con tranquilidad, como si las prisas pudieran estropear el momento como se resquebraja un vidrio que se limpia con demasiado brío. Primero deshice el paquete. El contenido estaba protegido con unas láminas finas de papel transparente que cubrían un traje negro doblado con mimo rodeando una camisa blanca, como si la abrazara. Me vestí con el conjunto, con los zapatos que el sastre había seleccionado para mí, que yo había guardado debajo de la cama una semana atrás, y la corbata de seda que me habías comprado en Italia, hace ya muchos años.

Reconozco que no haberla utilizado nunca debió parecerte un tanto ingrato. Soy sincero cuando digo que lo siento. Hace una semana y hace unos años parecen medidas de tiempo igual de absurdas ahora que tú no estás. Y estrenarla en esas circunstancias me hizo sentir que estabas allí conmigo y compartíamos ese momento, inexplicablemente íntimo. Te sentí junto a mí, como si posaras tus manos sobre mis hombros cuando fui a mirarme al espejo. Tuve por un instante la sensación de vernos juntos en el reflejo del mueble de la habitación. La nostalgia se abrió camino en mis entrañas y tuve que ir al baño a deshacerme del vómito.

Estaba emocionado y exhausto, pero me pareció una buena idea, incluso una necesidad, ir a nuestro restaurante y pedir tu plato favorito. Puse un pie en la calle con cierta aprensión, pero ya descendiendo las escaleras me había dado cuenta de que ya no sentía en los pies el angustioso desequilibrio de una vida sin ti. Pude caminar con cierta desenvoltura elegante que habría hecho que estuvieras orgulloso de mí. Cuando crucé el umbral de la puerta de la pizzería, el camarero encargado de recibir a los clientes y las otras personas que ya estaban instaladas en sus mesas se giraron al mismo tiempo. Sus miradas sobre mí dibujaron en el aire una única exclamación silenciosa. El camarero apenas pudo decirme buenas tardes mientras me acompañaba a nuestra mesa. Pedí lo que tú acostumbrabas y una copa de vino para mí. Entonces recordé varias anécdotas de nuestros días felices, como si conversara contigo.

De regreso a casa, hasta tuve miedo de lavar los dientes con el traje puesto, por miedo a mancharlo. Sentado a los pies de la cama, me quité los zapatos y los calcetines y me eché boca arriba. Sentía una alegría fraudulenta que ocultaba la pesadez de las emociones que me atan a ti y que recorrían todo mi cuerpo. Cubierto el rostro, compungido y lloroso, enlacé mis pectorales y mis hombros, con la sensación intensa de abrazarte.

Me desperté de madrugada. El traje reposaba en una silla junta a la cama, como si me estuviera mirando. No recordaba habérmelo quitado, seguramente porque no lo había hecho. Lancé un vistazo incómodo a la ropa y traté de dormir de nuevo, pero tu ausencia en el otro lado de la cama era demasiado ruidosa como para poder conciliar el sueño. Fui a ponerme una ropa distinta, mi ropa de costumbre, pero de pronto me parecía estrecha e incómoda, pese a su holgura, y me acerqué al traje. La camisa también estaba impecable, sin una sola arruga, las axilas no estaban húmedas y no olían a sudor. Me metí dentro, evidentemente después de darme una ducha. Me peiné frente al espejo y salí a la oscuridad de la calle. Mis pies me condujeron a todos los lugares que significaban o habían significado algo para nosotros, antes de dirigirme al trabajo. La primera vez desde tu… bueno, ya sabes.

Ya en la oficina, mis pasos reproducían, ahora lo veo claro, el mismo eco elegante de los pasos del sastre en su tienda. Los escuchaba satisfecho pulverizar cualquier otro sonido posible mientras cruzaba los pasillos de la planta tercera. Varios compañeros me saludaron tímidamente, diría que con más respeto del habitual. Fue una jornada improductiva. Apenas coloqué el escritorio, hice limpieza en los dosieres del ordenador, sin miedo a que un superior me encargara gran cosa, aprovechándome de las circunstancias. Terminado el tiempo de trabajo, abandoné el edificio sin la habitual sensación de cansancio. Me quedaban energías para que fuéramos a tomar un café tranquilo. Sí, tenía la certeza de que estabas allí conmigo, y aunque no es lo que prefiero, ya sabes que más bien lo detesto, me fui a bailar.

No lo tendría que haber hecho, porque si me hubiera abstenido, aquella torpe del broche afilado no se habría enganchado con la espalda del traje y no le habría hecho ese agujero pequeño, minúsculo, por el que empezaron los problemas que creía al fin resueltos.

– No pasa nada – le dije con desprecio, controlando el enfado, cuando ella empezó a excusarse con gestos exagerados. – No se preocupe.

No comprendo por qué la traté de usted o por qué no le dije que sí era grave, porque aquel traje era más que un traje. Igual yo no quería creer lo que había creído hasta entonces, que un traje es solo un traje. Regresé a casa y coloqué mi chaqueta en una percha, y ésta en el picaporte de la puerta del dormitorio. El agujerito era realmente imperceptible. Lo era al principio. Luego volví a pasar delante después de asearme para irme a la cama y pareció haber crecido hasta alcanzar el tamaño de la punta de una uña. Fui a encender la luz y en los segundos que tarde en accionar el interruptor, se diría que por el hueco del tejido cabría un dedo índice. Lo sé porque acerqué la yema de mi dedo. El tacto fue desagradable, sorprendente, como el mordisquito de un animal. Varias gotas de sangre se precipitaron sobre el color negro del traje. ¿Te parece exagerado decir que se las bebió? No, no te lo parece, sabes que se las bebió y el agujero pareció menguar hasta casi desaparecer.

Intenté dormir, pero como comprenderás no pude, sin parar de pensar que el agujero iba a agrandarse con cada segundo que yo durmiera. La idea de imaginar el efecto de unas horas en la magnitud de los daños me estaba volviendo loco, pero no podía ceder a esta demencia. La tensión se volvió apenas sostenible cuando sentí el roce de la tela de las sábanas deslizándose a mis pies. Por un segundo, creí que la chaqueta del traje se había colocado sobre mí y planeaba la manera de devorarme. Encendí la luz de la mesilla de noche con el corazón desbocado y la frente fría de sudor. El traje permanecía quieto, colgando de una percha sujeta al picaporte de la puerta.

Al día siguiente me levanté cansado y arrastrando cierta debilidad. Me ausenté del trabajo sin dar explicaciones y fui a la tienda del sastre. Temí que hubiera desaparecido, que en lugar de la puerta de entrada hubiera un muro de ladrillo, u otro establecimiento. La tienda estaba allí, cerrada, y absolutamente nadie entró en todo el día, en todo el tiempo que yo vigilé la puerta desde un banco a lo lejos.

Esperé la cobertura de la noche para entrar. Fui a darle un codazo al cristal de la puerta, pero tuve miedo de rasgar el traje. Sí, pese al miedo lo llevaba puesto. A la sensación de tu compañía se había añadido una desazón mórbida y la sensación de estar enfadado con alguien, contigo en concreto, y de no quererte hablar, por orgullo. Me quité el zapato para atizar un golpe al cristal a la altura del picaporte, pero me contuve. Tomé el picaporte con la mano y la puerta se abrió sola.

Estarás de acuerdo conmigo en que lo que siguió a esta infracción fue angustioso y decepcionante. La oscuridad de los recovecos de la trastienda tras el mostrador anunciaba una aparición improvista, un susto, una sorpresa. Pero la tienda estaba vacía, los trajes de muestra ya no estaban y la trastienda, pequeña y tapizada con telas de araña, no encubría ningún secreto ni ninguna pista. Me volví a casa tan agotado que solo pude desnudarme y dormir.

Caí exhausto en un letargo profundo y sin sueños hasta que me despertó de golpe la impresión del techo del apartamento apretando mi torso. Me sentí aplastado por los muros de la casa. Evita la comparación barata de asimilar la angustia de estar enterrado vivo a una metáfora de tu ausencia. Sólo la luz de la mesilla de noche podía traer la normalidad de vuelta y apaciguarme. La encendí y en vez de sosiego, me abofeteó la violenta visión de pavor del traje hostigándome a unos centímetros del cuerpo, como una araña sobre una mosca, agitándose en la cama igual que si lo atizara el viento. Profirió un ruido, no diría un grito, peor que un grito, un bramido de dolor lacerante venido de ninguna boca, y yo me vestí con él, creyendo que aquel alarido espectral era una orden. Tú debías estar ahí, en alguna parte, pero cada vez más lejos e irrecuperable. Esa evidencia se presentó con tal claridad que me asaltó la necesidad de ir a verte al cementerio. Cargué una pala y las bolsas de plástico negro más grandes que encontré en la tienda. Ves que cuando digo volver a verte no lo hago de forma poética. 

Como comprenderás, algo así solo puede hacerse a oscuras y de noche. Yo imaginaba que la tierra se resistiría un poco más que en una escena de thriller de media tarde, pero no hasta ese punto. A base de esfuerzos y maneras lamentables, golpeé en duro. Quien no ha desenterrado un cuerpo y golpeado la tapa de un ataúd, después del angustioso prólogo de incertidumbre y de miedo a ser descubierto, no sabe lo que es la felicidad. La alegría pasó rápido, cuando tuve que levantar la tapa y la imagen de un cráneo lleno de gusanos se anticipó en mi imaginación. No hubo tal calavera descompuesta y tú tampoco estabas. En tu lugar, en el lugar de tu cadáver, estaba el cuerpo incorrupto del sastre, desnudo y placenteramente tumbado sobre el lugar que deberías estar ocupando tú. La pala se escapó de las manos y cayó sobre él, sin reacción de su parte. Salí del agujero como escapando de un incendio y me arranqué dolorosamente las prendas, una a una. Se soltaron del músculo con el escozor de una costra. Sentí que me despellejaba mientras escuchaba los gritos, parecían venir de la tela, cada vez que arrojaba una prenda a la tumba.

Echado sobre la tierra, agotado, trataba de sentirte, sin éxito. Más horror del que podía soportar se escapó del hueco excavado en la tierra. Primero una mano y luego otra para que el cuerpo del sastre se aupara fuera de la fosa, vestido con la ropa que había lanzado. Caminaba con gestos descoordinados y grotescos. Cada miembro se desolidarizaba del resto, con un andar ebrio de marioneta manejada por un titiritero novato. Pensé que iba a hablar, porque un cadáver no se aventura así al mundo de los vivos sin tener algo que decir. Ni siquiera abrió los ojos. La mandíbula inferior se separó del resto de la boca y se permitió hablar con una imitación horrenda de tu voz que temblaba como una casete reproducida sin suficiente pila.

– ¿Para qué volver?

El pánico se apoderó de mis miembros. Por un segundo pensé en coger la pala para golpearte, pero seguía caída en el fondo de la tumba. Salí corriendo, aterrorizado y desnudo. Aterrorizado, desnudo y solo.

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