Las alas de pollo

TOURS. 18-6-2023. Al calentarse el aceite y comenzar a crepitar en la olla, tuve la certeza inmediata de tener dentro de mí el espíritu de mi madre. Hay que entenderme, ella no tiene el poder de instalarse en el cuerpo de otra persona, no era exactamente su propio espíritu, su alma no abandonó su cuerpo para ocupar el mío, ni se celebró en mi cocina un sortilegio de realismo mágico. Cuando digo que estaba dentro de mí me refiero a que la sentía en una zona inconcreta de mi interior, de mi pensamiento, ella se volvió una presencia. No me habría extrañado que rasgos de su rostro se hubieran imprimido con más fuerza, temporalmente, en el mío, mientras una especie de jovialidad encorvaba las líneas de mis labios con una sonrisa de satisfacción que sólo puede deberse al recuerdo de momentos felices de mi infancia.

Conforme la piel y la superficie de la carne de las alas de pollo se iba dorando, un olor magnífico surgía de la cacerola, despertando con mayor brío la memoria olfativa que me transportaba a mi niñez, a mi adolescencia, a mis primeros años de madurez, en resumen a un lugar donde la vida era fácil, la comida estaba lista cuando uno llegaba a casa, y la mayor parte de los problemas quedaban resueltos sin mayor engorro que escuchar la solución.

Yo revolví las alas para que se doraran por el otro lado, no mi madre, yo, decidiendo por mi propia voluntad el momento adecuado de que las alas dieran la voltereta para tostarse por el otro lado, lo que no impedía la alucinación de escuchar a mi madre susurrando consejitos, sugerencias, fisgando la olla, imaginariamente, por encima de mi hombro, para que diera la vuelta a un trozo, o los dejara más tiempo aún. Añadí las tiras de calamar, y las aceitunas, más tarde el arroz, y las pastillas de caldo, el agua, en proporciones escrupulosamente indeterminadas. “El doble de agua que de arroz, y un poco más”. Yo vertí el agua en la cacerola, esparciéndola por los rincones de la olla. Revolví el todo con una cuchara de madera con un deseo de ecuanimidad, el colorante, y subí el fuego hasta ser testigo del “chup”, “chup”, bajé luego la potencia del fogón, aquí de nuevo estamos en el puntito que lo cambia todo, en el toque de muñeca que te aporta, al final de la operación, un plato cumbre u otro del montón. El colorante, la cantidad, es otro dilema. No me contenté con dos sobres y eché un tercero, contraviniendo mi propia naturaleza, que es la de respetar a rajatabla las indicaciones de las recetas o de los embalajes. Si hubiera hecho caso a la leyenda del sobrecito, la mitad habría sido lo suyo. ¡Ja! Fue el espíritu de mi mujer el que se me metió dentro, y eché el tercer sobre.

Cinco minutos y las gambas fueron para dentro. Siempre me siento como alguien inflexiblemente ridículo cuando le pido a la pescadera que me ponga “12” o “15” gambas, y entonces añado el comentario aún más estúpido de “más o menos”, para tratar de convencerla de que no soy un maniaco. ¿Cómo podría venderme quince gambas “más o menos”? En fin, eché todas las gambas. Veinte minutos de cocción y quince de reposo, para que la paella estuviera lista. Mi mujer rechaza el apelativo de paella y quiere llamar a este plato “arroz amarillo”. Yo, evidentemente, lo que rechazo es su propuesta. Lo sigo llamando paella porque así es como me lo “vendió” mi madre, como una paella, así que así se queda, porque el nombre del plato y la receta, que apenas me atrevo a cambiar, contribuyen al sortilegio de hacer aparecer a mi madre cuando lo hago, convencido de que ella no se iba a tomar la molestia de aparecerse por un “arroz amarillo”, ¡por favor! No lo he dicho, pero mi madre sigue viva. Lo de aparecerse es un decir.

Supongo que este tipo de apariciones no tiene de extraordinario más que las sensaciones agradables de serenidad y seguridad que aportan al cocinero. Me imagino que son fenómenos que ocurren exclusivamente de arriba abajo, de los abuelos y los padres (Pedro Sánchez o Pablo Iglesias son los que se quieren colar ahora en mi cuerpo para que escriba abuelas y madres, pero si a mi madre no le ofendería, no sé que tienen que decir estos señores al respecto). Quiero decir que me extraña pensar que mi madre tenga la sensación de que me aparezco cuando ve los informativos o lee un libro. Ella me dice que dice, cuando detecta errores en las noticias “si estuviera aquí Carlos…”, lo que significa que no me he aparecido, que no estoy. Igual lo que siento yo cuando hago la paella, frío unos chorizos, o mezclo la carne para las albóndigas, es lo que se le cuela en el cuerpo cuando un periodista mete la pata en directo. Yo no lo sé. 

Igual, si ocurre de arriba abajo solamente, esto incluye a los profesores, y quizá las cosas serias y las tonterías que yo les digo a los muchachos en clase les deja un poso de magia suficiente como para que nos aparezcamos de repente, como me pasa a mí con el ruido del frito en la sartén, a los alumnos cuando ya son más grandes, y eso les aporta un amago de sonrisa, una sensación de confianza y de protección, de que todo va a salir bien, de que pueden abordar el mundo ellos solos, con sus métodos y con esas tres o cuatro “recetas” que les dimos. Es una manera simpática de comprender cuál es la herencia que les dejamos.