El anacronista

En este nuevo rincón publico lo que me viene a la mente de improviso, las ideas causadas por la actualidad o como consecuencia de libros, películas o discos que descubro, sin solución de continuidad y al margen del espacio-tiempo. En un futuro, de aquí puede salir un podcast, o no.

Agua, cerveza y tabaco

TOURS. 23-6-2023. En tanto que escritor, uno sueña con crear uno de esos personajes inolvidables con los que nos cruzamos frecuentemente en las novelas, las películas y las series de los demás. La fórmula con los componentes exactos de carisma y extravagancia no está en internet. Te pasas un poco de bizarría y te queda un fantoche, te quedas corto y es el vecino de en frente al que dices “hola” y “hoy hace calor” y ahí se acaba la emoción. Uno puede enamorarse de esos personajes, pero yo estoy convencido de que en la vida real es mejor tenerlos lejos o haber cultivado una gran humanidad para soportarlos.

Hoy me he cruzado con uno de esos originales. Sacar a los perros es una tarea cotidiana que te permite diariamente incrementar tu lista de amigos, enemigos y compromisos. Es así como conocí a Max y a su dueño. El nombre del dueño no me le sé. Max es un bulldog que tiene las patas de atrás paralizadas y se mueve con un carrito con ruedas que le ha fabricado este señor anónimo cuya nariz hinchada y sus rasgos me recuerdan a Fofito. A eso de las 9h30 está en el parque de al lado de mi casa, todos los días. Si no tengo ganas de que me den la paliza, no paso por el parque, pero a veces se me olvida que está ahí y me engancha un buen cuarto de hora a contarme cosas que no me interesan y a preguntarme veinte veces lo mismo. Pero éste no es el original del que os quiero hablar hoy.

Terminando el paseo, he visto a un pobre chaval de unos trece años un poco azorado respondiéndole a un árbol. Luego he descubierto que no le hablaba al árbol, sino en dirección al árbol, porque debajo de las ramas, al lado de una iglesia, había una señora que le preguntaba por el estanco. El chico le indicaba mal que bien y le respondía por educación, con unas ganas tremendas de pirarse de allí, lo que ha hecho en cuanto he pasado yo y la señora me ha dado el relevo.

Igual no me tenía que haber acercado, pero cómo me iba a ir sin saber de dónde venía esa voz. De cerca, bajo las ramas de un árbol que le hacían una especie de cabaña donde dormía en un saco azul, había una señora y un fuerte olor a cerveza. Me ha pedido un poco de dinero y me ha hecho las mismas preguntas que al chaval. Me ha contado que viene de Bélgica y se ha quedado tirada. Luego se ha sacado de la chistera una historia abracadabrante sobre un señor que tenía que pasar a no sé qué hora y no ha pasado, que vive en frente o yo qué sé. Me ha dicho que creía conocerme y yo le he respondido que eso me extrañaría mucho. Al ver a esa mujer, una mezcla extraña entre Gollum y un mapache hippie, no he podido menos que pensar en el punto de inflexión en el que alguien pasa de ciudadano a persona cuyo plan del día consiste en dormir debajo de un árbol a esperar a que un desconocido pase para vete tú a saber qué, o a encontrarte en la situación en la que uno se inventa todo tipo de fábulas para adornar la manera en que pide dinero a los viandantes.

Hay un reflejo que se me ha quitado, porque hace unos años a esa señora yo le habría dicho que la mejor manera de que le quedara dinero es no ir al estanco y no fumar. Lo del olor a cerveza, tres cuartos de lo mismo. Me ha preguntado por el supermercado, me ha enseñado su monedero en el que le quedaban cuarenta céntimos, porque se ha lamentado de ni siquiera tener una botella de agua. Después de “botella” ha ido a añadir otra palabra distinta de agua, lo he notado en su pausa, pero se ha cortado porque siempre es más aceptable pedir dinero para agua que para cerveza, aunque incluso los ciudadanos y los viandantes “honrados” sueñan con que llegue el viernes para tomarse una cerveza, y no una botella de agua. No le he reprochado nada, porque el karma te espera en una esquina y te mete unas bofetadas de escándalo y un día te encuentras tú debajo de un árbol, sin saber cómo has pasado de tener una vida normal a estar pidiendo dinero para beber, fumar y tener algo que se le parezca a una vida.

Ya en casa, me he pensado lo de coger una botella de agua y algo más y llevárselo a la druida ésta de debajo del árbol, una señora mayor de piel cuarteada y vestir perroflautero. Al final no lo he hecho. De ser generoso y sentirte bien a conseguir un fan para toda la vida hay un margen tan fino que no lo ves venir. También puedes convertirte en un “plis” en el protagonista de un thriller de Antena 3 de por la tarde.

A poco que salgas a la calle te los cruzas, descartes de Los renglones torcidos de Dios con fisionomías particulares, vestimenta bien folclórica y discursos medio aleatorios. El otro día fue una señora a la puerta de Correos, con unas gafas cuadradas, pelo corto gris y descolorido y un chándal pasado de moda la que me preguntaba si tenía un euro. Le respondí que no, e insistió, “¿no tiene un euro?”, “¡que no!”, “un euro para darme”, “¡que le acabo de decir que no”. Se quedó como en pausa, como si la negativa, que es la respuesta que me imagino que recibe más a menudo, no estuviera incorporada en su sistema. Al salir de la oficina de Correos, que aquí es La Poste, la vi al lado del tranvía, rebotando de un lado al otro de la acera, interrumpiendo el tráfico y gritándole a los coches, mientras los conductores se cagaban en sus muelas, sin pararse a pensar que para ella la que actúa raro es el conductor que le grita.

Sin ir más lejos, mientras escribo estas líneas, miro una foto que tengo con mis hermanos en la barra de un bar, tomando una cerveza cada uno. Si miras al fondo, ahí tienes a un original de cuidado, un chico de casi nuestra edad, al que la bebida y los excesos le han dejado la piel como a una iguana, gesticulando, contando mentiras. Lo conozco bien, hemos crecido en el mismo barrio. Éste sí que tiene una novela.

En nuestra búsqueda utópica de normalidad y estabilidad podemos hacer como si esos personajes no estuvieran ahí, echarles una mano o huir de ellos como de la lepra, pero antes o después se terminan colando en la foto.

Las alas de pollo

TOURS. 18-6-2023. Al calentarse el aceite y comenzar a crepitar en la olla, tuve la certeza inmediata de tener dentro de mí el espíritu de mi madre. Hay que entenderme, ella no tiene el poder de instalarse en el cuerpo de otra persona, no era exactamente su propio espíritu, su alma no abandonó su cuerpo para ocupar el mío, ni se celebró en mi cocina un sortilegio de realismo mágico. Cuando digo que estaba dentro de mí me refiero a que la sentía en una zona inconcreta de mi interior, de mi pensamiento, ella se volvió una presencia. No me habría extrañado que rasgos de su rostro se hubieran imprimido con más fuerza, temporalmente, en el mío, mientras una especie de jovialidad encorvaba las líneas de mis labios con una sonrisa de satisfacción que sólo puede deberse al recuerdo de momentos felices de mi infancia.

Conforme la piel y la superficie de la carne de las alas de pollo se iba dorando, un olor magnífico surgía de la cacerola, despertando con mayor brío la memoria olfativa que me transportaba a mi niñez, a mi adolescencia, a mis primeras años de madurez, en resumen a un lugar donde la vida era fácil, la comida estaba lista cuando uno llegaba a casa, y la mayor parte de los problemas quedaban resueltos sin mayor engorro que escuchar la solución.

Yo revolví las alas para que se doraran por el otro lado, no mi madre, yo, decidiendo por mi propia voluntad el momento adecuado de que las alas dieran la voltereta para tostarse por el otro lado, lo que no impedía la alucinación de escuchar a mi madre susurrando consejitos, sugerencias, fisgando la olla, imaginariamente, por encima de mi hombro, para que diera la vuelta a un trozo, o los dejara más tiempo aún. Añadí las tiras de calamar, y las aceitunas, más tarde el arroz, y las pastillas de caldo, el agua, en proporciones escrupulosamente indeterminadas. “El doble de agua que de arroz, y un poco más”. Yo vertí el agua en la cacerola, esparciéndola por los rincones de la olla. Revolví el todo con una cuchara de madera con un deseo de ecuanimidad, el colorante, y subí el fuego hasta ser testigo del “chup”, “chup”, bajé luego la potencia del fogón, aquí de nuevo estamos en el puntito que lo cambia todo, en el toque de muñeca que te aporta, al final de la operación, un plato cumbre u otro del montón. El colorante, la cantidad, es otro dilema. No me contenté con dos sobres y eché un tercero, contraviniendo mi propia naturaleza, que es la de respetar a rajatabla las indicaciones de las recetas o de los embalajes. Si hubiera hecho caso a la leyenda del sobrecito, la mitad habría sido lo suyo. ¡Ja! Fue el espíritu de mi mujer el que se me metió dentro, y eché el tercer sobre.

Cinco minutos y las gambas fueron para dentro. Siempre me siento como alguien inflexiblemente ridículo cuando le pido a la pescadera que me ponga “12” o “15” gambas, y entonces añado el comentario aún más estúpido de “más o menos”, para tratar de convencerla de que no soy un maniaco. ¿Cómo podría venderme quince gambas “más o menos”? En fin, eché todas las gambas. Veinte minutos de cocción y quince de reposo, para que la paella estuviera lista. Mi mujer rechaza el apelativo de paella y quiere llamar a este plato “arroz amarillo”. Yo, evidentemente, lo que rechazo es su propuesta. Lo sigo llamando paella porque así es como me lo “vendió” mi madre, como una paella, así que así se queda, porque el nombre del plato y la receta, que apenas me atrevo a cambiar, contribuyen al sortilegio de hacer aparecer a mi madre cuando lo hago, convencido de que ella no se iba a tomar la molestia de aparecerse por un “arroz amarillo”, ¡por favor! No lo he dicho, pero mi madre sigue viva. Lo de aparecerse es un decir.

Supongo que este tipo de apariciones no tiene de extraordinario más que las sensaciones agradables de serenidad y seguridad que aportan al cocinero. Me imagino que son fenómenos que ocurren exclusivamente de arriba abajo, de los abuelos y los padres (Pedro Sánchez o Pablo Iglesias son los que se quieren colar ahora en mi cuerpo para que escriba abuelas y madres, pero si a mi madre no le ofendería, no sé que tienen que decir estos señores al respecto). Quiero decir que me extraña pensar que mi madre tenga la sensación de que me aparezco cuando ve los informativos o lee un libro. Ella me dice que dice, cuando detecta errores en las noticias “si estuviera aquí Carlos…”, lo que significa que no me he aparecido, que no estoy. Igual lo que siento yo cuando hago la paella, frío unos chorizos, o mezclo la carne para las albóndigas, es lo que se le cuela en el cuerpo cuando un periodista mete la pata en directo. Yo no lo sé. 

Igual, si ocurre de arriba abajo solamente, esto incluye a los profesores, y quizá las cosas serias y las tonterías que yo les digo a los muchachos en clase les deja un poso de magia suficiente como para que nos aparezcamos de repente, como me pasa a mí con el ruido del frito en la sartén, a los alumnos cuando ya son más grandes, y eso les aporta un amago de sonrisa, una sensación de confianza y de protección, de que todo va a salir bien, de que pueden abordar el mundo ellos solos, con sus métodos y con esas tres o cuatro “recetas” que les dimos. Es una manera simpática de comprender cuál es la herencia que les dejamos.