Dune: Reverencial y fascinante justificación del cine comercial

Esta semana regresé al cine. La primera vez desde hace meses, como si me hubiera olvidado de que había abierto y que podíamos volver. Fui a ver Dune, con una máscara en la cara, lo que no deja de ser un curioso homenaje a la ciencia ficción y ciertos temores anticipados por la literatura y el cine, que vienen a cumplirse en nuestra vida cotidiana. Y mira, regreso por todo lo alto, para ver una película cuya dimensión justifica el precio de la entrada, que agradece la pantalla gigante y la sordera de los altavoces. 

Dune es una superproducción fascinante, sugerente, elegante, descorazonadora, una experiencia sensorial apabullante gracias a la realización de Denis Villeneuve, que nunca me decepciona, a la impecable caracterización de los personajes, a la sobrecogedora banda sonora de Hans Zimmer y por supuesto al texto novelesco de Frank Herbert, sin el que el espectacular universo que alberga la acción no existiría.

Conviene hablar del argumento de esta obra de ciencia ficción interplanetaria ambientada en un mundo lejano en la que el mundo conocido está regido por un imperio y habitado por varias casas nobiliarias entre las que existe una rivalidad sanguinaria. La explotación de una particular especia en el planeta Arrakis ha permitido a una de esas familias amasar una fortuna gigantesca y en un momento dado, el emperador ha decidido sorpresivamente retirar la concesión de la explotación del planeta a dicha casa para otorgársela a la casta rival. 

Arrakis, es también el lugar natal de una estirpe de humanos semi-nómadas, guerreros orgullosos con una gran inventiva tecnológica que les permite sobrevivir a los rigores del desierto y a la violenta dominación de los colonizadores. El líder de la familia que toma el relevo de la explotación de la especia cuenta concretar una alianza con este pueblo, para lograr una convivencia más pacífica en el planeta y afrontar a sus rivales con garantías de victoria. Parte de esta perversa tela de araña política son los ocultos intereses de una orden de perversas sacerdotisas guerreras, temidas por todos, cuyos poderes empieza también a dominar el primogénito de la nobleza que desembarca en Arrakis.

No puedo hablar del grado de fidelidad de esta primera parte de la saga con respecto de las novelas, pues nunca las he leído, ni sus semejanzas con el film de David Lynch de 1984, que no recuerdo haber visto. Lo que sí puedo decir de este remake, cuyo elenco millonario vale lo que cuesta, es que ha despertado en mí recuerdos que estaban enterrados profundamente en mi memoria sobre una serie de televisión que me fascinó por la sutileza de sus diálogos, por la fascinación de su mundo y del tenebroso culto religioso que evoca. “No debo tener miedo. El miedo mata la mente…”. Esta plegaria me hizo recordar el entusiasmo reverencial con el que descubrí, en la pantalla de mi televisor, lo que se esconde bajo las dunas de Arrakis, los gusanos gigantescos que merecen la adoración de un pueblo del desierto que soporta la colonización comercial de varias estirpes invasoras.

Creo que Thimothée Chalament, a pesar de las reservas iniciales que me generaba este actor para encarnar a un joven y perturbador mesías visionario, encarna el personaje con fineza y justeza; Charlotte Rampling y Rebecca Ferguson alcanzan la intensidad que reclama la ambigüedad siniestra de la orden Bene Gesserit, dando cuerpo al sentimiento malsano que reviste a un poder tan real como fanático. Son los intérpretes que más me han convencido, junto a un Jason Momoa cómodo y eficiente en el rol de acción que se le confía. Oscar Isaac y Javier Bardem, que no necesitan mi aprobación para ser unos actores excelentes, me parecen sin embargo fuera de lugar, como si se sintieran incómodos de haber llegado disfrazados a una fiesta donde en realidad bastaba haber llegado de media etiqueta. También andan por ahí Dave Batista y Josh Brolin, completando un elenco absolutamente abusón propio de las grandes superproducciones con un cartel en el que ya no caben más cabezas de famosos.

Y qué quieren que les diga. A mí Dune me ha parecido una película fabulosa, que resuena con mi sensibilidad, con el que tipo de historias épicas con las que he crecido y en las que me reconozco. Es exactamente la estética y el género de relato que mi inspira. Dune es la clase de producción que quizá no aguante una disección académica bajo los criterios del cine de autor, supuestamente más cualitativo y legítimo. Adoro el buen cine de autor, cuando es bueno, no me malinterpreten. Lo que digo es que en ocasiones, como es el caso, el cine comercial y palomitero junta tanto talento escénico, técnico, visual y sonoro, que hay quitarse el sombrero para otorgarle un lugar al lado de las grandes. El tiempo es el único juez de este tipo de procesos. La historia que Frank Herbert creó parece seguir de actualidad, con sus criaturas y temores primigenios y sus pasiones shakesperianas. Este Dune resistirá o no a las épocas. Es, pese a todo, un espectáculo que merece ser visto.

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