La fiebre

Anselmo se levantaba pronto, lo despertaba una especie de fiebre, casi siempre de madrugada. Lo más sensato sería darse la vuelta en la cama y seguir durmiendo, pero él se introducía los auriculares en las orejas, para tratar de escapar de sus propios pensamientos y de las inquietantes llamadas de las aves nocturnas allí afuera, que él sospechaba como causa directa o indirecta de sus desvelos. Escuchaba cadenas de radio o emisiones grabadas sobre cine, cuadros o libros que no solucionaban la calentura, ni el desasosiego. 

Los primeros días de la fiebre no se levantó, permaneció en la cama, donde podía sentir la presencia apaciguadora de su esposa, pero a principios de septiembre cambió de hábito, empezó a tomar una sudadera o una manta y bajaba al despacho donde se ponía a teclear para pasar el tiempo, o limpiaba el polvo y comenzaba a ordenar la casa, lo que le dejaba el resto del día libre y presa del aburrimiento.

Abrió las ventanas, sacó medio cuerpo fuera para abrir los postigos y ahí estaban, los caracoles ascendiendo la pared, como si la humedad y el rocío les hubieran imbuido de la fuerza suficiente para vencer la gravedad y la verticalidad desafiante de los muros. 

Era muy pronto y la luz solar aún no alumbraba la casa ni las viviendas contiguas. Las telarañas enredadas en el marco de la ventana aún no eran visibles pero él las sintió pegarse a sus dedos cuando extendió la mano para apoyar uno de los postigos en su soporte, mientras la bisagra acompañaba el gesto de un chirrido agónico. Una mirada al césped le permitió comprobar que las hormigas que habían infestado el jardín se hacían más discretas, cruzada la frontera entre los meses de agosto y septiembre, ocaso decepcionante de la estación predilecta de Anselmo, que había  concluido sin satisfacer sus promesas de calor y descanso.

Escribía relatos o fragmentos de novelas que quedaban sin acabar, como edificios inconclusos en solares abandonados. Su mujer, Amalia Edelmar, era una mujer tranquila, trabajadora, amorosa, y como el propio Anselmo Edelmar rozaba con su edad los cuarenta años. Ella lo encontraba desparramado en el sillón, ardiendo a causa de un fuego más simbólico que físico, sin verdadera fiebre constatable por el termómetro, desvanecido, casi inconsciente, y lo ayudaba a subir al dormitorio, prácticamente arrastraba por la escalera su cuerpo flácido y cada vez más ligero y lo depositaba en la cama, para después cambiarle el pijama empapado. Si Amalia remoloneaba lo suficiente, Anselmo tenía tiempo de bajar a desayunar con ella. Descendía su compañía apática por la escalera, se sentaba con ella a la mesa y los dos desayunaban en silencio, o él le contaba el último de sus sueños hasta que ella se aburría de escucharlo y él comprendía, en el mejor de los casos, que más valía abandonar el relato.

Anselmo comía, introducía alimentos en la boca, pero el hambre no lo abandonaba. A las once de la mañana una sensación de vacío, un ansia, trepaba por las entrañas como los caracoles por el muro, y trataba de aplacarlo con cualquier cosa que quedase en la nevera. Gastaba la mañana de manera ociosa, cocinaba su propia comida y la cena de Amalia, adelantaba algún plato para que ella no tuviera que rebajarse a calentar productos precocinados de microondas durante la semana en la oficina. Él veía la televisión o escuchaba la radio, vagaba por internet o se perdía en el laberinto de comentarios de las redes sociales, con una fiebre agazapada en una o varias partes de su cuerpo, una dolencia ambigua que parecía escoger las horas a las que se manifestaba. 

Anselmo era consciente de la pérdida de tiempo del deambular digital, pero se sentía totalmente incapaz de completar las historias comenzadas durante los desvelos. El motivo le era obvio. Los sueños que habían inspirado el argumento de las historias se habían disipado y ya no conseguía solidificarlos en una narrativa lógica, y así quedaban como el inicio de senderos que no llegaban a ninguna parte.

Era muy constante en lo que a sueños se refiere. Sus ensoñaciones surgían de un catálogo clásico, como la pesadez de hormigón en las piernas cuando pretendía llegar a un lugar; la incapacidad de completar un trayecto antes de un plazo concreto; el divagar por escenarios fantasmáticos, brumosos, vagamente reconocibles, entre la fascinación admirada del descubrimiento y la frustración de ser incapaz de visitar los lugares imprescindibles de un destino vacacional concreto. Para esta repetición de escenas sólo tenía una explicación.

– No hemos aprovechado el verano lo suficiente.

Resultaba evidente que no se había adaptado a su nueva rutina de inactividad laboral. Aparte del clima, nada diferenciaba septiembre u octubre de julio y agosto en el horario doméstico de Anselmo. Es verdad que en sus tardes ociosas de verano estaba de mejor humor, y que los cielos cubiertos y la lluvia lo volvían especialmente huraño. Tampoco negaba que prefería los erizos, cuyas visitas eran más frecuentes cuando la temperatura era más elevada, a la aparición repentina de las arañas que se infiltraban en la casa en busca del calor del hogar, o la llamada insistente de graznidos procedentes de alguna parte, allá afuera.

Después de pasar el aspirador y la fregona en el entresuelo y la planta baja, decidió organizar el garaje, pero antes fue hasta el buzón para comprobar si habían llegado los resultados del último análisis de sangre. El cartero había depositado un sobre con remite de la clínica en el buzón, pero todas las cifras se obstinaban en ofrecer un resultado normal, uno que no explicaba sus trastornos de sueño, su fiebre, su hambre, la pérdida de peso que ignoraba su apetito implacable. Archivó la hoja de los análisis en un carpesán y descendió al garaje como había previsto.

La luz se encendió con un chasquido familiar que alumbró el recodo de escalera que conectaba el subsuelo con la vivienda. Barrió el suelo de cemento, descascarillado e irregular. Frotó con vinagre blanco diluido con agua las zonas donde el moho se hacía visible y terminó de guardar en un rincón los muebles de jardín, hasta la próxima temporada. Vio las moscas revolotear en torno a una trampilla metálica que cubría un hueco bajo el subsuelo. Nunca había comprendido la utilidad de aquel habitáculo bajo el hormigón, de aquella especie de depósito. Alguien le había explicado que la humedad de los muros descendía hasta allí, pero no había comprendido por dónde se evacuaba hacia el exterior. La despensa ocupaba otro rincón y ningún alimento podrido debía de atraer a las moscas, pensó, cuando su estómago rugió y vibró para recordarle que tenía hambre. Compartió con Amalia sus pensamientos sobre la trampilla, sin que ninguno de los dos supiera aportar una solución, y le habló también de los gemidos nocturnos de las aves. 

Por la noche soñó que volaba, sin más. Simplemente que volaba sobre los decorados de un lugar desconocido de los que regresaba febril, hambriento y empapado de una inexplicable nostalgia de la que Amalia trató de rescatarle arrastrándole escalones arriba por las mangas del pijama. 

– Tienes que pasear, hacer deporte, ganar peso.

– ¿Ganar peso haciendo deporte? ¿Tú estás segura?

– Ganar músculo.

Anselmo desempolvó su equipo de tiro al arco, pensó en inscribirse en el club del barrio. Así amortizaría el costo del arco y todos lo demás accesorios. Hinchó las ruedas de la bici y salió. A la calle había regresado la estampa de cielo nublado, la lluvia fina de alfileres húmedos, las paredes frías, el clima inconfortable. Fue a depositar los papeles de la inscripción a la sede del club y más tarde se fue a pasear por el bosque, donde apreció el colorido otoñal de las hojas muertas, la aparición súbita y musical de las ardillas, un copioso picnic solitario y a deshoras en la pradera húmeda. De regresó escuchó una vez más las misteriosas llamadas de un animal irreconocible en el parquecillo junto a la casa. Esta vez no alcanzó a distinguir si se trataba de un trino o un maullido, y la oscuridad que se extendía entre los árboles altos, alrededor de la depresión del terreno, alrededor del que se organizaba el parque, impedía observar animal alguno. 

Soñó que regresaba al pueblo de sus abuelos, a un pinar similar al de su infancia, de senderos irreconocibles que debían conducir a un panorama espectacular que no llegó a encontrar, pese a peinar cada centímetro de bosque e incluso trepar a lo más alto de los árboles, impotente ante la tarea de localizar las pistas que le condujeran a aquel rincón tan popular pero tan oculto. El sueño se repitió de manera discontinua, con la vaga sensación de acudir siempre al mismo lugar. Continuó su vigilia de la madrugada. Veía circular las horas una a una, para al final repetir su ritual de audición radiofónica, de consumo aleatorio de reportajes, de documentales sonoros, de crónicas, de reseñas, del llamado intermitente de las aves nocturnas, seguido de un tecleo ansioso y cardiaco, impotente a la hora de restituir la sensaciones vigorosas, las emociones palpables pero indefinibles de su peregrinar de sueños, el regreso renqueante por las escaleras, con Amalia sujetándole por las axilas. 

Uno de esos días, ella le sorprendió cociendo en la cazuela los caracoles que había recolectado por el muro que rodeaba el perímetro del jardín.

– Eso es una guarrada.

– Son los mismos que compras en el supermercado. ¿De dónde piensas tú que salen los caracoles de la tienda?

– Del campo.

– ¿Los del campo son menos guarros?

– ¿Los has lavado al menos?

– Qué cosas tienes. Los he purgado, los he lavado, los he escaldado, los he cocido. Están muy buenos.

– Ah, que no es la primera vez.

No era la primera vez, y la ingesta le había generado sueños reptantes por bosques inabordables en los que buscaba algo o a alguien que era incapaz de encontrar. La reacción de Amalia acerca de los caracoles le inclinó a abstenerse de hablarle del tratamiento que le reservaba a las moscas, a las antagónicas hormigas, o de las arañas que rehuían espantadas cuando bajaba a la despensa por una salsa con la que aderezar alguno de sus platos. Tampoco se atrevió a confesarle su anhelo de que regresara el tiempo cálido que acompañaba la visita de los erizos, o su plan de capturar algún gato callejero y descubrir así los parajes a los que le conducirían los nuevos sueños.

– Lo identifiqué – le informó Amalia con una sonrisa triunfante, a la hora de acostarse.

– ¿Qué es lo que identificaste?

Ella sostenía el teléfono con una mano, lo giró hacia Anselmo y éste pudo ver la foto de una lechuza blanca. Él le hizo un gesto de incomprensión.

– No es un gato, es una lechuza.

Anselmo tomó el teléfono y leyó la página de internet. Comprendió que Amalia había descubierto el enigma con la aplicación que identificaba el canto de los pájaros. Él ya lo había intentando en varias ocasiones, pero había fracasado cada vez por la pobre calidad del sonido o la falta de cobertura junto al parquecillo. La noche siguiente, de regreso de su entrenamiento de tiro al arco, de su paseo entre tinieblas por el bosque, se rezagó con el propósito de escuchar el ulular de la lechuza. 

Aguardó hasta hacerse uno con las sombras, ignorando a los mosquitos que, pese a las fechas y al frío, se resistían a marcharse e imprimían en su piel picaduras furtivas, como pequeños volcanes blanquecinos en la base de los pulgares, en la muñeca, en los tobillos. Esperó paciente y enardecido, hasta que el sonido agudo y prolongado se manifestó al final desde un escondite invisible de ramas y sombras. Un cantó idéntico respondió a un centenar de metros, seguramente desde el jardín de su propia casa. Subido en la bici, Anselmo protagonizó varias idas y venidas, como un mensajero confuso entre dos trincheras.

– Los escuché, pero no los vi – le explicó a Amalia.

Ella cambió de tema y sacó a colación lo de buscarse un trabajo. Le había imprimido varias ofertas y había subrayado varias líneas con un rotulador fosforescente. Le sonrió igual que cuando le mostró la foto de la lechuza, como si quisiera destacar su intención de no ofenderlo tanto como la necesidad de que resucitara a la vida activa. Anselmo tomó las páginas, fingió leerlas, las dejó después de simular durante un tiempo que pudiera resultar creíble y apagó la luz de la mesilla.

– Mañana me pongo a ello.

Amalia lo acogió en un abrazo que lo precipitó hasta un nuevo sueño de búsquedas frustradas, de lugares imaginarios pero supuestamente reconocibles en los que creía haber estado. De nuevo le asaltaron las calenturas de la madrugada, un nuevo impulso de contar la imposibilidad de llegar, de alcanzar, de encontrar. Un charquito de sudor se había formado entre el sillón del escritorio y el pijama.

Cuando se levantó de la cama y bajó a la cocina, casi al mediodía, sobre la mesa de la cocina le esperaba el zumo de naranja, el café frío y las mismas ofertas de empleo impresas sobre folios blancos. Recalentó la cafetera, hizo varias llamadas y trató de concertar varias entrevistas. Preparó el arco, se deshizo del polvo que se acumulaba en la casa, bajó el desván, salió al jardín, acechó al gato del vecino detrás de la espesura de las hojas de las palmeras de la terraza, abrasadas por el abrazo frío de la estación invernal.

Se le pasó el día como otras veces y el regreso de Amalia le pilló entre fogones.

– ¿Qué preparas?

– La comida de mañana. Hice unas llamadas – lanzó con ligereza tras una pausa en la conversación y el beso que recibió en la mejilla, para evitarle a Amalia el engorro de preguntarle si le había hecho caso con los anuncios.

– ¿Y?

– Bueno, tendré una entrevista en unos días – explicó, tímido o indiferente, mientras revolvía el contenido de la cazuela -. Habrá que tener paciencia.

Amalia lanzó un suspiro casi conforme y se acercó para ver lo que se cocía en el fuego. Anselmo reaccionó a la mano que le acariciaba la espalda con una sonrisa, sin inmutarse del rostro pálido, del rictus asqueado de su mujer al ver los pedazos de animal esparcidos entre verduras y el espesor de la salsa. Anselmo sintió la rigidez del brazo que hasta entonces le había frotado suavemente la espalda, los hombros, las cervicales, la frontera del cuero cabelludo.

– ¿Tú qué tal?

– Bien – mintió ella, dando unos pasos lentos y torpes, de espaldas hacia el salón-. ¿Qué dices que cocinas?

– Conejo.

Ella tal vez lo creyó. En todo caso recuperó la compostura y se fue en silencio hasta el sofá, sin continuar la conversación, sin preguntarle nada más. Ella subió las escaleras y fue a acostarse sin reclamar la cena. Anselmo apagó el fuego, se acercó a la entrada y tomó las llaves.

– ¿Dónde vas a estas horas? ¿Entrenas hoy? – voceó ella desde el dormitorio.

– No, me voy a pasear – respondió mientras se cubría la cabeza con un gorro, se abrigaba con anorak y guantes y se echaba al hombro la mochila cargada con el equipo de tiro.

Llegó al área arbolada y sombría que anticipaba el cobijo de la lechuza, donde acechó las siluetas que la luna formaba entre las hojas y las ramas, en busca del contorno rapaz. Escuchó entonces bajo sus pies el crujido de un caracol, seco como el chasquido de un barquillo entre los dedos de un niño goloso.

– ¡Vaya! – se lamentó al percatarse del rastro de baba rectilíneo y brillante que culminaba en su bota.

La espera duró varias horas, pero al final la lechuza terminó por traicionar su escondite con un llamado, un mensaje, quizá una alerta. Anselmo se ocupó, entre ulular y ulular, en pensar que quizá Amalia tenía razón, que ya estaba bien de encadenar las noches en vela, de darle excusas a la fiebre, que ya iba siendo hora de ocuparse, de ser útil, de regresar al trabajo. De terminar con aquello.

Trató de evitar que Amalia supiera le hora a la que había regresado a casa. Hizo lo que pudo para cerrar la puerta con discreción pero no pudo evitar el chirrido de la puerta que conducía al garaje. 

***

El ruido de la madera al frotar contra el suelo fue lo que despertó a Amalia. Al sobresalto siguió un largo momento silencio zanjado con el regreso de Anselmo a la planta baja, sus pasos subiendo por la escalera, un suspiro, la entrada sinuosa de unas zapatillas caseras sobre el parqué flotante, su sombra entre el descansillo y la puerta del dormitorio. 

A Amalia, el recuerdo del animal troceado en la cazuela le provocó un escalofrío. La voz le tembló al preguntar qué es lo que había estado haciendo.

– Pasear – susurró él como si pudiera despertar a alguien.

– Pasear – dudó ella con tono de pregunta.

– Mañana tengo una entrevista, como tú querías. Voy a dormir.

– Uhm – rezongó ella.

Anselmo se retiró la ropa y se puso el pijama. Se acostó de lado y se quedó dormido. Amalia se recostó y lo observó durante un momento, plácido, quieto, inmóvil. Esa vez fue ella quien no lograba dormirse y alumbró la lámpara de su mesilla y se puso a leer, sin entusiasmo. Pasó tres o cuatro veces por la misma página sin la concentración necesaria para enterarse de la historia. Reposó el libro y volvió a fijarse en el cuerpo inmóvil de su marido antes de apagar la luz. No se había desplazado ni un centímetro, no roncaba, y Amalia dudó de si respiraba. Fue entonces cuando se percató de que él no despedía el calor de costumbre. No sólo no parecía sufrir la fiebre que le atacaba desde la medianoche y durante la madrugada. Su mano se extendió temerosa hacia la espalda de Anselmo, un bulto rígido dentro de un pijama. Cuanto más acercaba la mano, más fría la pareció la temperatura que despedía el volumen acostado de su esposo. ¿Dormía o hibernaba? Ella aproximó la nariz a la espalda, husmeó el cuerpo de su esposo que no sudaba, más bien expedía un intenso olor a tierra, humedad y metal. La voz repentina de su marido le agitó el corazón, y el sobresaltó vino con el recuerdo instantáneo del chisporroteo de la sartén, que contrastaba con el timbre de una voz desapasionada, somnolienta y fría.

– ¿Se puede saber qué haces?

– Nada. Me preocupé porque estabas frío.

– ¡Vaya idea! Me despiertas para un día que me duermo a una hora decente…

– Perdona.

– No pasa nada. ¿Te dije que mañana tengo una entrevista?

Amalia tardó en reaccionar. Para cuando lo hizo, Anselmo no le escuchó. Había regresado a su noche sin sueños, sin fiebre.