Helidaris
Hace siglos que escuché el final de Helidaris. Tanto tiempo que no recuerdo el significado del nombre de ese pueblo que no dormía. En vez del letargo nocturno, purgaban las impurezas del cuerpo y del espíritu con un proceso doloroso, casi místico, más corto que el sueño humano. Me acuerdo de Alkios, el ser de Helidaris que tomó por hábito observar la perturbadora foto de una mujer dormida. Contemplaba conmocionado, desde que le explicaron lo que hacía la persona de la imagen, el gesto de paz de la mujer, acostada en armonía, recogida sobre su cuerpo.
El ingeniero llegó a contactar con la embajada diplomática que dialogaba con los interlocutores humanos. Aún no había concluido la confección del idioma común, pero sabían que los individuos masculinos y femeninos de la Tierra podían caer rendidos de agotamiento, por ello “dormían”. Le sorprendió que el reposo humano no fuera un proceso inmediato ni siempre seguro, que en ocasiones no fuese ni satisfactorio ni regenerador. Alkios comparaba aquel ritual con la forma en que su cuerpo se liberaba de las toxinas, los virus y las enfermedades, a través de los poros, formando una masa semejante a la corteza vegetal, casi transparente, que terminaba de retirarse con las manos y un cepillo áspero.
Si no alcanzaba a comprender el concepto de dormir, a Alkios le maravillaba aún más el verbo “soñar”. La mente de un humano se pierde por laberintos del cerebro en realidades que ni los propios humanos llegan a entender del todo. El entorno de los sueños está por discernir y se plantea aún la posibilidad de que la humanidad posea una mente colmena, comandada por reglas obtusas, fuera de la lógica aparente. En esas selvas de imaginación y fantasías, pueden adoptar personalidades diferentes, el espacio y el tiempo no son líneas ni rectas ni curvas, sino trazos intermitentes, inconexos, dispersos entre el recuerdo, lo vivido, lo anhelado y lo temido o lo absolutamente inimaginable.
Alkios probaba a adoptar la posición de la mujer, cerrar los ojos, pensar en la mente apagada, pero no alcanzaba ese estado de abandonado que culminaba con un regreso a la vida. Desistía, retiraba sus ropas blancas, holgadas y finas, las depositaba en la percha sobre la pared del camarote. Desnudo, pasaba cada mano por el brazo contrario, sentía las extremidades ásperas y frías. Junto a la ventanilla ovalada del camarote, contemplaba el espacio oscuro, sin ver planetas ni estrellas cercanos. Se sentaba en la silla, gesticulaba y el cuello crujía, apoyaba las manos en los brazos de cuero del asiento y disponía el cuerpo para la purga. Con el primero de los pinchazos, comenzaba a susurrar las palabras que le llevarían al estado de máxima concentración y evitarían una sensación punzante y atroz. Las palabras eran distintas para cada uno, pero siempre se repetían hasta que la mente olvidaba el dolor y se centraba en la letanía, que se tornaba sin significado concreto. Después de un intervalo, ni siquiera eran necesarias las palabras y la respiración honda y pronunciada lo mantenía apartado del dolor insoportable. Sólo Alkios entre los suyos cerraba los ojos, y fingía dormir. Cuando sentía los poros cerrados por completo, se despojaba de la capa de corteza al habitáculo tubular del camarote. Ajustaba el pulidor a la palma de la mano con la correa de plástico y frotaba hasta retirar la corteza, utilizada como combustible para la nave.
No me olvido de Alkios, ni del día que desapareció Helidaris. Acudió uniformado al puesto de control de la nave. El arma estaba preparada. Los rayos de energía de la estrella Galvarán incidirían sobre el sistema de paneles desplegado sobre la nave. Llegado el momento, Alkios activaría la ignición, los paneles rotarían y desviarían toda la energía en dirección a su planeta, contra millones de seres de su propia especie que sucumbirían a las llamas. ¿Lo entenderían? ¿No podían haber hecho más por ellos? El ataque había sido aprobado pese a las reservas de la magistratura. Se había evacuado toda la población sana y no correrían el riesgo de una epidemia en la nave. Lo más piadoso era poner fin al sufrimiento de esos desgraciados. El sufrimiento de la enfermedad sería mayor y más duradero que la ignición.
Insertó el mensaje de aviso en la computadora y pasó a la sala de monitorización. Varias pantallas se encendieron al cruzar la puerta corrediza, los paneles de mandos lucieron en la oscuridad del habitáculo y una serie de pitidos agudos indicó la activación general del sistema. El dispositivo había recibido su nombre, sería su legado de muerte, vergüenza y orgullo. Él ocuparía el asiento central frente a los controles. A su lado estarían el sumo regidor y el general Alkmon, quien daría la orden, aunque la responsabilidad recaería por entero en el ingeniero. El futuro de su raza, era todo suyo.
Los operarios fueron tomando asiento en las hileras de sillas de la sala, dispuestas de forma descendente a modo de salón de actos hasta el sillón solitario de Alkios, con las manos apoyadas a ambos lados de la consola de mandos. Acudió la tripulación entera, y tras ella, el resonar de pasos acompasados anunció la llegada del general Alkmon y de la guardia personal. Le siguió la comitiva del sumo regidor, vestido con uniforme de combate, algo que no pasó desapercibido a nadie. Tomaron asiento. La guardia se dispuso detrás de ellos y el regidor habló con voz severa.
– Comience.
Alkios apoyó los dedos sobre la consola de mandos, activó los paneles, a través del monitor comprobó que el giro del dispositivo era adecuado. Desactivó la pantalla opaca que impedía el paso de la luz desde la estrella, un contador luminoso se encendió, contaba 100 y descendía. Los paneles empezaron a calentarse y tomar un fascinante color anaranjado. Cuando el contador marcó 10, parecía que estallaría en llamas. Hubo un murmullo general entre los asistentes. La mano de Alkios temblaba sobre el botón que reorientaría los paneles y dispararía el arma. Un último panel mostró su planeta en el espacio. 0. Cerró los ojos y la mano del ingeniero se precipitó sobre el botón y las imágenes del monitor sobrecogieron a la tripulación. Él se refugió en la imagen de la mujer cuando el rayo se abatió sobre el planeta, provocó un estallido colosal y dejó en llamas la superficie de Helidaris. Comenzó la respuesta de quienes que no habían sido evacuados. El disparo rozó la nave, que varió ágil su posición y evitó los torpedos. Alkios desplazó el rayo que siguió arrasando el territorio habitado del planeta donde se habían concentrado los supervivientes. Instantes después, terminaron los disparos, se apagó el último y violento grito del último reducto vivo pero enfermo de sus raíces, calcinado.
El proyecto había sido un éxito sin alegría, una conmoción muda se apoderó de ellos, encogían la cabeza para no mirarse los unos a los otros. El genocidio para la supervivencia. ¿Quién podría olvidar algo así? Yo no.
Alkios se levantó de la silla, presionó un botón, los espejos dejaron de rebotar energía y volvieron a la posición original. Hizo una reverencia al sumo regidor, éste asintió y Alkios abandonó la sala en dirección al camarote. Cerró la puerta para no ser molestado y allí se dejó caer contra el suelo, se encogió y se abrazó a sí mismo, con perezosa lentitud. Los párpados se fueron cerrando. Su consciencia se fue dispersando hasta que logró quedarse dormido.