Sincronía

Cristell regresó a este lado con un temblor. El estremecimiento impulsó su brazo izquierdo contra el cristal como un latigazo. Luego sus hombros se levantaron a la vez a causa de dos espasmos más suaves. Una respiración involuntaria le infló el pecho, luego recuperó la vista y abrió los ojos. Tomó una gran bocanada como si supiera que una pequeña no fuera suficiente para seguir viva. Aferró con fuerza el volante y comenzó a respirar ansiosamente, a amagar un llanto, y terminó por darse cuenta de dónde estaba y por qué.

Por un instante pudo dejar de observar al frente y se miró a los ojos por el retrovisor. Eran dos persianas estrechas rodeadas de una sombra negra mirando a través de la luna del coche. Una de las lentes de sus gafas se había hecho añicos como un espejo herido por un puñetazo. La sangre le escurría por regueros rojos y rápidos, serpenteantes por la geografía de su cara hasta su chaqueta negra. La sangre manchó su corbata roja y se confundió con el color granate de la tela y las puntas de su pelo castaño se habían pegado a su frente. En ese instante, el retrovisor empezó a mostrar la imagen de Cristell observándose con odio, dentro del coche, en el fondo del río.

Se apresuró a romper la luna delante a patadas. Soltó el cinturón de seguridad y se inclinó en el asiento para orientar los pies hacia el cristal. Apretó los dientes con fuerza y los rasgos de su cara se contrajeron hasta mostrar una expresión canina. Con el tercer golpe, el cristal se resquebrajó y el agua empezó a penetrar en el coche por varias fisuras. Golpeó con su codo izquierdo para agrandar el agujero y el habitáculo se inundó por completo.

Buceó hasta atravesar la superficie del agua y la luz le abrasó el rostro con una palmada de reprobación, hasta hacerla gritar. Pensó que los rayos del sol tenían la culpa, pero un cielo azul oscuro, pesado y tormentoso lo negó.

Echó la vista hacia el puente. Algunos conductores habían salido de sus coches y miraban hacia abajo, hacia el río. Un hombre con sombrero señalaba con el brazo estirado mientras la gente se reunía junto al hueco que su automóvil había abierto en la barandilla de piedra.

Cristell nadó hasta la orilla con lentitud, extendiendo los brazos con amplitud y arrastrando el peso de su traje empapado. Oía su respiración repetirse en el interior de su cabeza, incapaz de oír sonidos del exterior. Cuando se arrodilló en la orilla, quiso vomitar y no pudo, así que tuvo que hacerlo al entrar en la ambulancia.

Han pasado trece horas desde aquel incidente y el cielo no ha descargado la tormenta que prometía. Las nubes no se han dispersado y permanecen amenazando con lo peor, como cada minuto de un secuestro. Con todo, a Cristell hay otra cosa que le preocupa aún más. Un sentimiento le asalta cada vez que cierra los párpados y tiene la sensación de perder varios segundos con cada guiño de sus ojos. Tiene el presentimiento de que al cerrarlos, va a despertar en un lugar distinto, entonces cambia de posición y prefiere permanecer con los ojos abiertos mirando el techo, o las paredes azules de la enorme habitación, que se pierden nubladas en la distancia para su vista cansada y miope. La habitación es una estancia alargada, muy alargada, repleta en la pared que da a la calle de ventanas altas pero estrechas, terminadas en semicírculo, con cortinas finas de un azul suave y frío, más claro que el de la pared. Ahora están descorridas. En el centro de la habitación hay una cama, y en los extremos un piano color rubí y una mesa de escritorio rectangular tras la que se eleva un cuadro vertical de Brian Ballard.

Cristell es muy azul, como la mujer del cuadro de Ballard cuando se refleja en los espejos del techo. Ella entonces empieza a juguetear, recostada en la cama y aún despierta, con el cuerpo todavía enrarecido, a moverse, para que el espejo siga sus movimientos, como si en un momento pudiera despistarle. Pero es incapaz. Me refiero al espejo. Es incapaz de seguir los movimientos de Cristell. Ella se mueve una vez más y el cristal permanece en el gesto anterior, reproduce los movimientos de la mujer varios segundos después. El espejo culmina el último gesto persiguiendo la anterior reacción del pasado. Se quedan quietas, la imagen y Cristell, idénticas e invertidas, ahora sí.

Cristell no sabe qué es lo que se siente cuando se te detiene el corazón, pero piensa que es algo muy parecido a lo que le ocurre en ese mismo instante, un pequeño pinchazo en el centro del pecho, una especie de desconexión. Sabe que no se ha parado, porque de pronto el pecho late de una forma extraña y desagradable, como si tratara de acumular en una sola pulsación el latido propio y el que se perdió en el instante anterior. No sabe qué hacer, ni cómo defenderse. Tampoco sabe si debe defenderse o si el accidente le ha afectado a la cabeza, ya de por sí desentendida del mundo. Es así, con dejadez, como Cristell resuelve sus problemas. Ante esa situación, su cuerpo no tiene otra respuesta que quedarse dormido, inconsciente.

Ella despierta como lo hacen las princesas de los cuentos, pero con una brecha en la frente, y desnuda, arropada por sábanas de seda. Su primer pensamiento se concentra en un cilindro lleno de tabaco, en dos labios que sostienen un filtro amarillo; en la mecha de un encendedor que oscila hasta que el cerebro del cigarrillo estalla en llamas; en los dragones de humo que surgen de sus labios. Entonces Cristell puede empezar a vengarse de sí misma y la ceniza hace que todo sea manifiesto y palpable. Ella no fumaría si los cigarrillos no desprendiesen humo, si no generaran ceniza. No tendría ningún sentido.

Se recuesta en la cama y se pregunta dónde ha dejado el tabaco, enreda las sábanas en su cuerpo de aguja y comienza a caminar arrastrando un vestido que solo se sostiene por su mano izquierda sobre el pecho inflado por su respiración y su ego. Enciende el cigarrillo que anhelaba su memoria y suelta una bocanada con los labios casi juntos y hacia fuera, inclina la cabeza hacia atrás, solo un poco. Aspira veneno otra vez y recuerda el sueño estúpido de hace un rato. Un poco más y acaba mirando al techo, pero ella no está allí. En el techo de cristal ella está en la cama, recostada, enrollando las sábanas a su cuerpo, caminando hacia su posición, pero boca abajo y caminando por los espejos, dentro de ellos, al otro lado. Ahora está mirándose a sí misma, tras una de las caladas.

El cigarrillo se desprende de sus manos, cae al suelo encendido. Podría decirlo de otro modo, pero ocurre así. Es un piso enorme, y ella está sola. Habría deseado gritar, pero en un instante de lucidez, o más bien la desesperación que precede a la rendición en todas las guerras,  se queda quieta, consciente de que nadie la oiría. Mira hacia arriba de nuevo y contempla su propia mirada impasible o ya rendida, fija, sólida y fría como el azul de sus cortinas o sus cuadros, el azul cortante de la mirada de la luna, que es ahora la mirada de Cristell. Finalmente ya no tiene otra salida y lo que sigue a aquel instante es el chillido que las facciones de Cristell habían evitado. Afuera en la calle la tormenta prometida ha empezado a descargar sus ánimos. Con el primer trueno, seguía estando viva la voz aguda, el grito de una mujer en un ático inmenso donde ella es sólo un punto azul celeste. Arriba, en el techo, los espejos no reflejan su reacción. Son inmunes al dolor y al cañonazo estrecho y agudo de la voz de Cristell, quien la lanza hacia lo alto como una pelota arrojada sin suficiente fuerza. El espejo no refleja sus comisuras abiertas por el pánico, ni cómo su cuerpo se flexiona, sus rodillas se doblan y sus brazos se extienden hacia el suelo como si esto impulsara más el grito. Entonces, ella para de chillar y se siente patética. Ahí, ahora, ya, entonces, su propia imagen invertida se inclina y es como si traspasara el espejo y chillara. Su rostro ya no es un lobo furioso, es un patético cruce de líneas. Su boca es la entrada de un túnel corto y oscuro de la que no surge nada, ni un solo sonido ni ninguna súplica audible. Cuando Cristell lanza el frasco de perfume, aquel reflejo tardío sigue chillando, encogido en el suelo, en el momento en que los cristales saltan por los aires y se precipitan contra ella y el suelo como la lluvia que arrecia sobre el pavimento de la calle.

Yo me imagino que en una situación así ella se viste con la primera ropa que encuentra en un cajón y se escapa a la calle tan rápidamente como puede, en zapatillas deportivas y en chándal, sin pensar en coger las llaves de la casa. Tan solo corriendo, con su reflejo siguiéndola desde los espejos del techo, en el cristal del recibidor y en los cristales de cada portal. Calle adelante y avenida abajo, con sus piernas cada vez más pesadas, en la víspera de un enorme cansancio, se detiene a tomar aire, un solo segundo, y sigue corriendo como sólo saben correr los deudores.

Cuando llega a la carretera siente el alivio de un exiliado que atraviesa un puesto de frontera. Camina por la mediana entre dos carriles, a salvo de los reflejos. Por un instante, piensa con pavor en su silueta pequeña y lejana apareciendo con retardo, a cientos de metros de distancia, en los espejos retrovisores de cada coche que deja atrás.

Pasos y pasos después el puente termina por aparecer ante ella, sobre el río. Toma el paso elevado, lo asciendo peldaño a peldaño, hasta llegar al hueco provocado por su coche. Mira a través del destrozo de la barandilla hacia el agua, buscando su automóvil en la profundidad de un color diferente al azul. No está allí, como tampoco lo está su reflejo. Hasta ahora. Ahora sí. ¿Por qué? ¿Por qué se reflejaba en un instante siempre anterior?

Deja de darle importancia cuando se precipita contra la superficie fría del agua. En la fracción misma en la que atraviesa el río, Cristell recupera su sincronía, al sentir el chasquido de la materia rodeando su piel, el estallido de las burbujas en torno a su cuerpo en descenso. Toca fondo. Los pies pisan la chapa del capó del coche que ella había hundido. Se queda quieta, totalmente quieta, pero se despierta en movimiento. Las voces que oye son solo susurros, al principio. Van ganando en volumen, son gritos. Hablan sobre ella.

Su cuerpo puede abrir los ojos, lo sabe, pero su voluntad no le deja, así que permanece postrada escuchando las voces. Primero hablan de algo sin sentido. En realidad es ella la que no puede comprender nada de lo que se dice. Luego sí, luego entiende. La han reconocido.

    -¿No es Eva Blue?
    -¿Eva Blue? – pregunta el otro camillero.
    -La serie se llamaba así, Eva Blue, y ella era la protagonista.

La camilla abre las puertas dobles del hospital como un ariete. Los mensajes por megafonía y el atuendo de la gente le ayudan a identificar dónde se encuentra. No está segura de si las paredes son blancas o si las batas son verdes, pero está segura de que la combinación de aquellos dos colores le hace enfermar.

Aquello está teniendo lugar. Lo sabe con certeza por el dolor. La sangre le forma costras secas en la cara y cree tener una pierna rota. A punto de desvanecerse de nuevo, oye la palabra quirófano, y luego, la misma conversación de antes, como repetida. El nombre de Eva Blue también. Es el enfado y no la voluntad la que le permite abrir los ojos. Con su mano izquierda se retira la respiración asistida de la cara. Regresan a ella las facciones del animal que marca su territorio aunque tenga que hacerlo a base de orina.

    -No soy Eva Blue. No soy Eva Blue – repite medio ahogada, sin oxígeno – me llamo Crist…

Los enfermeros escanean su rostro con profesionalidad mientras uno de los dos le pide clama con un gesto de la mano. Uno de ellos la acaricia el hombro con delicadeza.

    -No se preocupe. Para nosotros, usted siempre será Eva. Eva Blue.

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5 respuestas

  1. Un cuento que nos sumerge y nos tiene en vilo. Durante algunos minutos, he tenido la sensación de viajar con Jorge Luis Borges aunque no, fue sin lugar a dudas con Carlos Cuesta con quien viajé. Os invito a leerlo.

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